El día que nevó

No es algo que flote en el ambiente lo que le maravilla de la nevada, es más bien algo que falta en esa atmósfera, algo que nadie echa de menos mientras disfruta de la nieve

Además de nieve, algo flota en el ambiente que él no sabe descifrarlo. Se maravilla en un principio por la vista desde la ventana de su casa durante una mañana envuelta en blanca y suave nieve, cayendo al ritmo de un buen poema. Pero de inmediato se dice que ya no nieva igual a cuando él era un niño. Desde la comodidad de un techo, abrigo y calefacción, le es sencilla la decisión de salir a trabajar mientras la familia sigue dormida. Tras un estéril tinazo de agua que no le hace ni cosquillas al hielo pegado en el parabrisas de su auto, entra por las llaves del vehículo de su esposa, quien tuvo la precaución de dejarlo bajo techo y por eso se encuentra libre de escarcha. Un agradable sentimiento le asalta cuando nota sin huellas de neumáticos al camino sobre el cual avanza, no se atreve a comparar la imagen con referencias a virginidad, pero lo piensa. El cotidiano recorrido habrá de llevarlo a los cuatro puntos cardinales de Saltillo, además de surcir caminos por zonas comprendidas entre esos puntos. Los puentes cerrados por la autoridad con el fin de evitar accidentes le obligan a ir por las laterales.

Escucha en un programa de radio las opiniones de la gente: unos dicen que ahora se nota la necesidad de los puentes y habremos de canonizar a quien los hizo, otros dicen que, a ese costo, bien se pudo techar y climatizar la ciudad entera; unos se quejan de las leyes de oferta y demanda cuando la tarifa dinámica de Uber entra en servicio, otros acusan a la mayor parte de los concesionarios de tarifa regulada, a quienes al parecer, les dio mucho frio salir a trabajar. El tránsito por las orillas de los puentes apenas se mueve. En la desesperación de llegar a nada, a dónde tampoco habrá movimiento por la desquiciada capital coahuilense, se adentra entonces por donde corre la sangre de los pueblos, por las venas de su ciudad, por las arterias de vida, por las calles aledañas, por dentro de las colonias. Y ante él se devela un oxímoron: el cálido rostro de una nevada. Conforme recorre las calles, comienza a tener conciencia de un mundo invisible para quienes transitan por los puentes. Decenas, cientos, miles de niños que no fueron a la escuela para protegerlos del frio, corren, se recuestan, maromean y juegan felices en la nieve. Igual, cientos de familias salen de sus hogares para construir al fugaz mono de nieve, quien, al tiempo de morir en materia por un deshielo, renacerá en leyenda por la calidez de un recuerdo.

Cautivado por el festivo ambiente de la ciudad lejos de las caóticas vías rápidas, intenta contactar a los suyos para compartir el momento que desde su niñez no se ha repetido en esa escala. Y se da cuenta: nieva igual que en su niñez, es solo que ya es un adulto. Se preocupa cuando pasan los minutos y nadie contesta a sus llamados por teléfono y redes sociales; han pasado más de dos horas desde que salió de casa y ya deberían estar despiertos. Regresa a casa y, para su sorpresa, todos están afuera, haciendo lo mismo que vio en las avenidas llenas de vida por toda la ciudad. Se integra al juego, al desenfado; se deja llevar, se permite ser niño, accede a que el perro le bese, e incluso, se recuesta para observar como caen, como flotando, los blancos plumajes de una ordinaria lluvia que, gracias a las inclemencias del tiempo, hubo de transformarse en la belleza de nieve. No es algo que flote en el ambiente lo que le maravilla de la nevada, es más bien algo que falta en esa atmósfera, algo que nadie echa de menos mientras disfruta de la nieve: están faltando los iphones y los mensajes, los gadgets y las redes sociales, las poses y los vacíos. Y le da otra vuelta al pensamiento para darse cuenta de que no, no es la nieve lo que hace tan feliz a la gente en ese día. Debe ser otra cosa.

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