¿Bailamos?

Hay quien grita, quien canta, quien corre, quien brinca… Y quien baila.

 

“No, gracias, no sé bailar”. Así saben decir la mayor parte de las personas cuando alguien se acerca a invitarlas; ni siquiera se dan la oportunidad. De todo lo que uno debería negar en el mundo – llámese todo lo que uno considere peligroso y que de cualquier manera hace-, irónicamente decidimos negarnos a compartir con alguien más una pieza o una canción, quizá por vergüenza, quizá por falta de interés; quizá por el mal sabor de boca que dejó aquella vez, sin saber que aquella vez ya pasó, ya no existe. Ya no es. Póngase cómodo, mi queridísimo lector, que pretendo robarme su atención por un buen rato.

Hay quien grita, quien canta, quien corre, quien brinca… Y quien baila. Aunque diga que no, usted y yo sabemos que, en algún momento, a la vista de todos o en plena soledad, hemos tenido que bailar para canalizar una emoción interior que de a poco comenzaba a ser más grande que nosotros. De todas las manifestaciones corporales en general, bailar me parece la más hermosa de todas: sólo sucede, sin planear. De pronto, uno se encuentra sentado, sereno, cuando se escucha algo que lo hace vibrar, vibrar mucho; y, al dejarse sentir, los movimientos suceden, el estremecimiento, la espontaneidad, la magia. Así es la vida: una serie de vibraciones con las cuales hay que aprender a bailar como uno quiera.

Podría asegurar que, de los mejores placeres que existen en la vida, el de bailar se encuentra entre los diez primeros; sin embargo, no hay nada como compartir con alguien el placer de sentir la música y fluir con ella. La gente suele desear a menudo que, de tener pareja, ésta sepa bailar. Pero, ¿cómo pedimos algo que, cuando nos lo han pedido, no lo hemos dado? Nada más terrible que alguien se acerque a regalarte su tiempo en forma de compases y notas y que reciba por respuesta un “no”. Bailar en pareja, evidentemente, es cosa de dos; de conectarse y volverse uno, ya sea un amigo o amiga, novio o novia, papá o mamá, desconocido o desconocida de un evento cualquiera. Y, si de bailar se trata, lo más bello es la ausencia de reglas; bailando nadie se equivoca, sólo se deja sentir y se deja llevar.

Algo parecido sucede con el amor de pareja: nos cerramos a su posibilidad sólo por haber tenido una mala experiencia, por habernos ciclado con un ritmo pensando que era el único que existía, por haber escuchado un par de notas sin afinar, por querer imitar los pasos de alguien que no vibraba igual. Para bailar en pareja se necesitan dos, por supuesto, pero también se necesitan esas ganas, esa sonrisa que nace sin forzarla, ese fluir sin presión al ritmo del compás. Dice el cronopio argentino: “Me atormenta tu amor que no me sirve de puente, porque un puente no se sostiene de un solo lado”. Así es en todo cuando de parejas hablamos: amando, cantando, trabajando, viviendo, tratando, bailando… No se puede pretender querer alcanzar al otro o que el otro llegue a uno cuando no hay puente, conexión, voluntad. Cuando hay sensaciones que sugieren este tipo de reflexiones y dudas que conllevan a laberintos de insomnios sin salida.

Querido lector, ubíquese en la vibración que recorre su cuerpo cuando escucha su canción o su género musical favorito. Ubique ahora la vibración de cuando ve a ese ser amado, al que le prometió amor eterno. Deseo que la sensación sea igual de intensa y bella en ambos; pero, si no lo es, le recomiendo que siga bailando. Ya habrá con quién construir el puente correcto.

 

 

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.