S-o-l-o-s

Cuando uno aprende y ama estar solo, aprende a poner la vida en perspectiva

 

Hace poco, hablando con alguien, le comentaba que al lugar que acudo cuando necesito estar sola para poder pensar, leer y escribir es al Starbucks de V. Carranza. Es difícil de explicar, pues justo ahí me encuentro siempre rodeada de personas y conocidos, pero sola. Imagínese, querido lector, que usted tuviera que ser su única compañía en todo el mundo; que tuviera que estar solo y su alma por el resto de su vida o, ya sin tanto exagerar, solamente dos horas. De la respuesta a esta cuestión, tal vez usted pueda entender muchas cosas de su persona. Esas dos horas podrían resultar las más maravillosas o las más tormentosas, dependiendo de quién se encuentre analizando su situación respectiva. Ahora bien, suponiendo que ni usted se soporta a usted mismo, dígame, ¿cómo pretende que lo soporten, toleren o se acerquen a usted los demás cuando ni siquiera su propio ser es capaz? Póngase cómodo, querido lector, que deseo robarme su atención por un buen rato.

En artículos anteriores hago breves comentarios acerca de lo maravillosa que es la soledad y que me tomó un tiempo considerable darme cuenta de ello. Nos enseñan a estar siempre rodeados de gente –que es, hasta cierto punto, necesario-, pero no nos enseñan a pasar tiempo de calidad con nuestra alma, nuestros pensamientos, nuestros sentimientos; y quizá se deba todo al miedo: miedo a conocernos de verdad, a descubrir los rincones de luz y oscuridad que alberga nuestro consciente e inconsciente; a caer en cuenta que, al final del camino, lo único que nos queda es reproducir una y otra vez el recuerdo de lo vivido al vernos frente al espejo, solos.

Si se pusiera de lado por un momento este famoso estigma negativo en contra de la soledad, estoy segura que miles de cosas cambiarían. Para empezar, uno aprendería a amarse, pues sabría que, en realidad, su vida es lo único que de verdad posee, aunque de forma temporal. Una vez asentado el sentimiento de amor, respeto y admiración propio, las relaciones interpersonales carecerían de prejuicios y toxicidad debido a ese cúmulo de bienestar y tranquilidad personal que se trabajó y reconoció previamente; cuando no se está bien con uno mismo, siempre se busca compañía ajena para evitar la compañía propia, pretendiendo como si no pasara nada y actuando de forma alterna a lo que por dentro se manifiesta, lo cual deriva invariablemente en todos los comportamientos dañinos y tóxicos hacia la otra persona –como hipocresía, odio, negatividad y agresión-, todo por haber reprimido el sentimiento de necesidad de afecto propio. En fin, con estos dos ejemplos es suficiente para realizar un montón de conclusiones acerca del mundo que nos rodea y de la persona que somos en la actualidad, todo gracias a no prestarle atención al ser que más atención necesita: usted.

Cuando uno aprende y ama estar solo, aprende a poner la vida en perspectiva; a preocuparse un poco menos por sobrellevarla y un poco más por vivirla. A conservar recuerdos y emociones que se atesoran en el corazón y que no hay necesidad de platicar con nadie. Y lo más importante: es amando estar solos cuando aprendemos a compartirnos; cuando sabemos que no necesitamos estar rodeados de gente todo el tiempo, pero que podemos perfectamente regalarnos un momento y nutrirnos de ellos para seguir construyéndonos y mejorándonos. Solos llegamos, solos nos vamos y usted, querido lector, merece poder estar y estar bien consigo mismo. Ya encontrará la manera de empezar de nuevo, así que tómese el café tranquilo. Hay tiempo.

 

María Treviño

Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.