Una madre y el aborto

Leí hace poco una carta que escribió a un diario español una madre. Así, sin nombre; a secas y con todo el realismo que eso expresa. Me impresionó tanto que quise compartir un resumen con mis queridos lectores. Y sobre todo por lo que ha estado sonando en estos días sobre este tema. Espero que sus líneas – crudas, directas, honestas – les ayuden a apreciar mucho más lo que significa la vida. Dice así la carta:

«Hace nueve meses que una parte de mí murió. Ésta es la historia de cómo aborté, y ahora, cada día, me arrepiento. Yo siempre besaba por donde pisaba mi novio. Ya sabéis, la ilusión, el cariño, nos metimos a comprar nuestro piso…, y entonces ocurrió. Fui al médico, y cuál fue mi sorpresa cuando me dijo que ¡estaba embarazada! Casi me da un infarto cuando vi la ecografía. Estaba de más de un mes.

El caso es que ni mi novio ni yo nos sentíamos preparados. Así que pedimos cita en una clínica privada donde se practican abortos. Y tardaron dos semanas en recibirnos. En ese tiempo, yo cada día quería un poco más al niño que llevaba dentro. No sabría explicar la sensación. Notaba su corazón en mi vientre y me sentía cada vez más feliz, dejaba de pensar en el dinero, en cómo íbamos a pagarlo todo. Mi pequeño me hacía sentirme feliz. Pero mi novio apartaba la mano de mi vientre. Siempre se refería a él como a un estorbo.

El día en que fuimos a la clínica yo me sentía muy mal. Pero él me decía que cuanto antes nos libráramos del problema, todo volvería a la normalidad. Me dijeron que me tomara tres pastillas seguidas y que no pasaría nada. ¿Pero cómo seguir yo sola adelante con mi embarazo? ¿Qué iba a hacer? Lo reconozco, me asusté. Al final, acabé suplicándole. Le imploré como jamás lo he hecho con nadie. Le lloré de rodillas, le dije que quería tenerlo. Que si no lo tenía, me moriría.

¿Queréis saber qué pasó, al final, con mi bebé? Me tomé sólo dos pastillas, ya que empezaron las contracciones antes de tomarme la tercera. Nadie quería atendernos en el hospital, porque justo era cambio de guardia. Y estuve casi tres horas sentada en una silla de ruedas, pues no podía ni andar. Entonces, un médico joven salió de ginecología y me miró. Me preguntó si me había orinado encima. ¡Dios, era sangre! Llevaba casi hora y media sangrando. La sangre había manchado mis jeans y había chorreado hasta mis calcetines. Me pararon la hemorragia. Y me drogaron para el dolor. En un retortijón, tan drogada como iba, fui al baño, y sin poder evitarlo me puse contra la pared y con las rodillas tocándome el pecho y empecé a empujar sin saber cómo. Y salió.

Yo me lo quería quedar. Era mío. Y lo abracé y me eché a dormir con él sobre el suelo del baño del hospital. Quería morirme con él. Era un bebé, pero más pequeño, como uno de esos gatitos de mes y medio que te caben en la palma de la mano. Con sus ojitos. Sus perfectas manitas. Sus veinte deditos. Sus piececitos… Aún no puedo hablar de ello sin echarme a llorar. Mi novio llegó y lo tiró por el retrete. Sólo podía pensar en mi bebé. ¿Dónde estaba? ¿Por qué ya no lo tenía conmigo? Me sentía como si hubiera ido a dar a luz, y me hubieran robado a mi niño. ¡Dios bendito! ¡Había tirado a mi hijo por el retrete! Odié a mi novio por todo lo que había pasado. Ahora ya no busco culpables. Sólo sé que él no me quiere. Y que es un cobarde. Pero ya no me provoca asco u odio. Sólo tristeza.

Besos, y espero que a las demás os anime. Una madre».

Juan Antonio Ruiz

Sacerdote Legionario de Cristo dedicado a la formación y orientación de la juventud saltillense, maestro en el Instituto Alpes-Cumbres en Saltillo.