…Y está bien
El tiempo no deja de correr, o eso nos han enseñado. ¿Qué es el tiempo, de todos modos? ¿Un constante medidor que nos obliga a hacer las cosas en cierto punto? ¿Unos cuántos números avanzando de forma determinada? ¿Un juicio final? Nos presionamos día con día acerca del dichoso “tiempo” para lograr todo lo que “debemos”, para seguir alimentándonos de la rutina, pensando que la vida no va más allá de lo que podemos hacer en un día común y corriente; pensando que relacionarte, conocer, ser y amar llega después de la anhelada “realización personal”. Y la buscamos, realmente lo hacemos; queremos sentir esa esencia de plenitud y bienestar haciendo cosas que tal vez no nos gustan y, repito, la buscamos teniéndola justo en frente, justo en los detalles: relacionarte, conocer, ser, amar. Sin embargo, cuando abrimos los ojos ante tal revelación, el tiempo (o como quieran llamarle) ya pasó. Y ya no es ayer cuando la inocencia nos habitaba entre pañales, cuando tuvimos nuestra primera sorpresa, nuestro primer libro, nuestro primer llanto desamparado al darnos cuenta que, si lo permitimos, todo puede lastimarnos. Ya no es ayer cuando, por primera vez, nos enamoramos perdida y profundamente, llenándonos de la sensación y dejando que se apodere de nuestras ideas, nuestros ojos, nuestra mente y cuerpo, dejándonos suceder. Pero ya no es ayer cuando todo esto tuvo lugar, sino hace unos cuántos años que no siempre se reflejan en la superficie de cualquier espejo.
Quiero creer que todos vivimos y somos conscientes del presente que nos rodea (aunque a veces queramos contarnos otras cosas; como dijo alguien alguna vez: “La mentira que me gusta contarme a mí misma”). No obstante, vivimos en un infinito romance con el recuerdo, bailando de su mano el vals de la nostalgia y la melancolía. Esa, justo ahí, es nuestra más grande bendición y condena: recordarlo todo.
¿Y cómo no extrañar? ¿Cómo no extrañar si los momentos se sienten tan breves y procuramos hacerlos eternos? Cuando algo cesa de ser, tendemos a querer inmortalizarlo, convirtiéndolo en un escrito, en un lugar, una canción, una flor de color naranja, un consejo, una hora determinada, una sudadera, un domingo por la tarde, un árbol, un cigarrillo, algo que nos permita vivirlo de nuevo.
Y lloramos, claro que lo hacemos. ¿Cómo “olvidar” algo o alguien que estuvo durante tanto? Es normal, es humano y real, aunque al final cada uno tiene su manera de manifestar sus emociones y canalizarlas. Lo que no puedo concebir es el momento en que alguien aseguró que “los hombres no lloran” o que “llorar es para los débiles”, pero me parece aún peor saber que existe quien de verdad lo cree. Ya saben, el orgullo y el pésimo enfoque que le damos algunas veces.
No es malo extrañar ni extrañarse: es inevitable; sin embargo, ese ayer de nuestras entrañas fue alguna vez un hoy inesperado, “rutinario”, tomándonos desprevenidos y marcándonos de por vida. Todos los días pueden ser ese día que usted, querido lector, recordará el resto de su existencia, así que mejor hacer de ellos algo que valga la alegría y no la pena.
LA AUTORA
Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.
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