Nuestra sociedad está acostumbrada a vivir tan rápido, a tomar los caminos cortos, a recortar palabras, a no detenerse e ignorar lo que necesitan los demás, vamos tan rápido que no vemos que nuestros padres se hacen viejos, que nuestros hijos crecen y se alejan de nosotros tan rápido como les damos acceso a la tecnología, y todo por que no queremos batallar.
Vamos tan rápido que dejamos de disfrutar un atardecer, de sentir la lluvia y de escuchar al que necesita hablar, de un abrazo o de un consuelo.
Corremos a tal velocidad como si se nos fuera a acabar la vida, sin darle calidad a nuestra vida, tan rápido que olvidamos los lugares y momentos donde hemos tenido conexión, donde somos felices, donde respiramos aire limpio y transpiramos amor.
Hoy, a poco más de un mes de que nos vimos obligados a cambiar nuestro estilo de vida, donde tuvimos que bajar la velocidad y resguardarnos para conservar la salud y para mantener la vida, volteamos hacia atrás y comenzamos a pensar con tal melancolía que ahora extrañamos caminar en nuestras calles, voltear a ver nuestras montañas, salir a comer en familia, visitar a nuestros abuelos o simplemente abrazar a nuestro ser amado.
Dice el dicho que si vas muy rápido, tendrás que hacerlo dos veces, hagamos conciencia de lo que hemos perdido y aprovechemos el regalo de una nueva oportunidad con nuestra familia, con nuestra ciudad, con nuestro país pero sobre todo con nosotros mismos.
No vayas tan rápido, baja la velocidad y disfruta el viaje hacia lo que estás construyendo como destino.
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