Este niño no sabe lo que busca, pero espera encontrarlo en misa. Observa, por primera vez en su vida, un tipo de peregrinaje de una figura familiar para él: es la Virgen de Fátima. Hecha de algún tipo de yeso o resina, es llevada sobre una base de maderos que a su vez descansan sobre los hombros de cuatro religiosos.
Entran por uno de los accesos laterales del templo, y serpentean por todos los pasillos para que la feligresía tenga un tipo de cercanía física con la figura, o lo que esta signifique. De fondo, un coro que canta “13 de mayo” mientras todos levantan una vela durante el estribillo, así como lo has visto en los conciertos dentro de los estadios. Experimenta una desilusión cuando pasan a un par de metros de su lugar, porque la virgen tiene su cabeza ladeada hacia abajo y hacia su derecha, y la banca donde él se encuentra quedó en el costado izquierdo, de modo que sus miradas no se cruzan.
Termina la peregrinación en la parte baja y el sacerdote la entrona a un lado del altar. Ahí estará durante toda la semana para conmemorar un aniversario más de su aparición, hace poco más de cien años.
El niño observa que los ojos de la figura han quedado viendo hacia al centro del templo, hacia abajo, entre los escalones del altar y la primera fila de butacas. Entonces, planea algo:
Estando situado en la parte central, sabe que le tocaría comulgar por el pasillo de en medio, justo para recibir la comunión y buscar en la mirada de ella ese algo que le falta, luego de tomar la hostia. Pero, dada su naturaleza pecadora, no esta posibilitado para recibir a Cristo.
Trata de recordar cualquier tipo de autoconfesión válida. Aunque algunas formas le vienen a la mente, siente que, de todas maneras, estará faltando a lo que le enseñaron en el catecismo. En esos pensamientos se le va parte de la hora sin mayores sentimientos, hasta que, en el momento de las ofrendas, entonan en vivo la canción a tres manos de Dani Martín, “Que bonita la vida”. Con eso, además de desprenderse de los últimos veinte pesos en sus bolsillos, se siente limpio por dentro, listo para lo que venga.
Hacia el final, bendita pandemia, el Padre se saca de la manga una absolución para todos, a fin de que nadie se quede sin comulgar. El niño sonríe desde adentro, ya no hay necesidad de trucos.
Espera, paciente, a que las filas delanteras vayan descendiendo por el pasillo. Toma su lugar cuando casi todos han regresado a sus reclinatorios. Toma el gel antibacterial que le ofrecen en la hilera, y mientras sus pasos se acercan al sacerdote, su vista está clavada en la virgen como Jesús a la cruz. Pero desde ahí, ella parece mirar al suelo, tiene que acercarse más para cruzar las miradas. Se quita el cubrebocas, coloca su mano izquierda sobre la derecha con las palmas hacia arriba. Cuando el Padre coloca la hostia en esa mano y le llama por su nombre, se sorprende por el gesto y voltea a verlo a los ojos, y se olvida de la virgen. Se lleva la hostia a la boca y regresa a su lugar.
Hincado, se da cuenta de que olvidó hacer el contacto visual con la virgen allá abajo, se siente un poco desolado. Mal que bien, como siempre, pide, ofrece y promete en la misma posición. Pero no deja de pensar en la mirada que olvidó buscar cuando tuvo el momento.
En los avisos finales, Chuy Pedro anuncia las festividades de la semana en la parroquia. Y cuando hace mención del día de la madre, al niño le cae algo de zopetón: una madre no espera a la mirada del hijo, y aunque este se olvide de mirarla, ella siempre estará mirándole cuando pase enfrente de ella.
El hombre se levantó y salió de misa con la seguridad de tener, por lo menos, dos madres que lo miran y se ocupan de él, aunque la vista de él se encuentre en otros lugares.