Ir hacia adelante no siempre es señal de progreso. Recientemente fui a la Ciudad de México por cuestiones de trabajo. En uno de los días más ajetreados, debía hacer un nuevo espacio para asistir a una junta en un lugar que, según la dirección que me habían enviado, quedaba a 25 minutos de donde me encontraba. Así que me apuré para poder llegar y regresar a tiempo a mi otra reunión. Pedí un Uber y le compartí los datos del destino al que debía llegar.
Iniciamos el traslado con el panorama habitual de la ciudad: calles, comercios, vehícu- los, transporte masivo. Después de 15 minutos, el escenario no se veía tan agradable: había graffiti en las paredes, comercios abandonados, jóvenes sin quehacer mirando desde las esquinas. Aunque me sentí un poco nerviosa, no le di importancia… porque la Ciudad de México es tan grande y tan diversa que a veces los lugares o las oficinas más exclusivas están al lado de un colonia popular.
Otros 10 minutos más tarde el ambiente empeoró: las calles estaban muy angostas y el
pavimento había desaparecido, ahora era de terracería. No podíamos avanzar de lo inclinadas que estaban las calles y cada dos cuadras había algún mercado rodante con cierres viales.
Dentro de mí decía… seguro ya casi llegamos, seguro pasando el cerro veremos nuevamente la ciudad llena de edificios, ya pronto se compondrá, pero realmente solo nos adentrábamos más y más.
Había gente caminando en plena calle, los perros sueltos como dueños de su propio territorio, una casa encima de otra y encima de otra más. Blocks, parches de cemento
y techos de lámina.
Yo me sentía francamente incómoda y, además, era evidente que estaba en el lugar equivocado, pero no quería detenerme... celosa de mi tiempo, pensaba que si seguía
avanzando eventualmente iba a llegar.
Con 45 minutos de camino tortuoso por un lugar a todas luces erróneo, el conductor comentó: en dos calles más llegamos a su destino. Viendo lo que sucedía alrededor respondí: “Voy a un gran edificio de cristal y es evidente que aquí no es, meta reversa y vámonos”.
Respiré. Respiré como Fernando, mi psicoanalista, me enseñó para hacerme con- sciente del aquí y el ahora. Respiré profundamente, para estar consciente de mi ser. Respiré para exhalar el nerviosismo, el miedo y la negatividad e inhalar, seguridad, paz y decisión. Me
hice consciente que soy un ser humano mas, tan común como lo que me rodeaba, compartiendo el mismo espacio, el mismo aire, pero mi consciencia le dio a mi pensamiento esa paz.
En la cotidianidad justo esto que sucedió se vive de igual manera en las relaciones de largo plazo. Ya sean de amistad, de pareja, laborales o comerciales, cuesta mucho reconocer que en algún momento dimos una vuelta por donde no era y que la relación ha dejado de funcionar o que, incluso, quizá se haya vuelto tóxica. Y por más que nos aferremos porque valoramos el tiempo invertido o la promesa de que “todo va a cambiar”, la verdad es que
si el camino no es, no vamos a llegar a donde realmente queremos. Hagamos lo que hagamos.
Aunque me sentí un poco nerviosa, no le di importancia… porque la Ciudad de México es tan grande.
Estamos tan aferrados a la idea de progresar que no evaluamos si efectivamente estamos avanzando de manera consciente o de manera social.
No pasa nada si nos detenemos. No pasa nada si metemos reversa. No quiere decir que nos equivocamos de camino… no hay caminos buenos o malos, solo hay caminos y nuestro deseo de llegar a un destino. No hay decisiones buenas o malas, solo hay decisiones y nuestras ganas de una vida de cierta manera.
En la vida hay que aprender a meter reversa, sin culpas, sin miedos, y sintiéndonos en paz. Solo basta con hacernos conscientes.
Por cierto, a los 25 minutos de camino habíamos pasado por un lado del edificio de cristal al que me dirigía. Todo lo demás fue una aventura de aprendizaje. Observar también es hacernos conscientes.