El regreso de pescar era con las manos vacías, pero jamás le di importancia. Tuve la fortuna de convivir con mis niños durante su infancia en esos momentos tan apreciados entre padres e hijos varones. Puedes descubrir en esta práctica una imperceptible fisura cuando había una madre y dos niñas en la familia nuclear, o puedes entenderlo como un fortalecimiento de la convivencia masculina entre quienes, por rezagos culturales, se relacionan de formas más disciplinarias que fraternales.
En paralelo, creyente del psicoanálisis como medida preventiva de entendimiento y de las enseñanzas religiosas como una propuesta de conducta y espiritualidad para los hijos, fue normal el acercamiento con psicólogos laicos y guías espirituales de mi religión. De la introspección a que ambas formas de pensamiento te llevan, terminé por entender que la basura adquirida por un adulto en su manera de ver el mundo nada tenía que hacer ante la claridad de un par de niños en su entender de la vida. Buscando encauzar a mis hijos por una ruta alterna a la saturada de falsos caminos, mis mentores insistieron en el error generacional de moldear mentes o espíritus nuevos, a las aberraciones de un entorno maquillado. Todo está dentro de los pensamientos, diría un psicólogo, todo está dentro de los sentimientos, opinaría el sacerdote. Ambos coincidían en que a todos puedes engañar, menos a ti. La conciencia, diría yo. El corazón y el cerebro, es la materialización poética de lo expuesto por religiones y ciencias; su híbrido, la conciencia, es pura abstracción, sin retórica ni flores.
En las escapadas a pescar había una persona ajena a la familia: un pescador. Ante mis carencias técnicas, intelectuales, prácticas y materiales, siempre encontré un guía con vastos conocimientos y equipo para ayudarnos. Igual desde un muelle al norte de la frontera de Matamoros sentados sobre una hielera, o cuando en una panga nos asomamos al golfo de México, o cuando nos adentramos al lujo dentro de un yatecito en el océano pacífico, siempre estuvo con nosotros un sigiloso testigo cuyas palabras y acciones se limitaban a las cuestiones de pesca.
Andar más de uno pescando en un mismo sitio garantiza una cosa: que se enreden los sedales. Empezaba uno recogiendo su línea con la duda inicial de traer alguna presa enganchada o saber que se había enredado con otro; a los tirones iniciales venía la desilusión al descubrir que el compañero de al lado respondía a los mismos jalones. A veces me enredaba con el menor de mis hijos, otras veces era con el mayor; en ocasiones se enredaban entre ellos dos y seguido, alguien terminaba peleando con el sedal del pescador. Ya imaginas que, en bastantes ocasiones, padre y ambos hijos tirábamos frenéticos al mismo tiempo de la caña, sólo para descubrir que todos estábamos hechos nudos. Paciencia, buena vista y hábiles manos son requisitos básicos para desenredar los sedales; pero suele ocurrir que el nudo sea tan obstinado, que haya que cortar el sedal sacrificando aparejos y demás.
Pasa también que un pescador termina con el sedal enredado entre cosas ajenas a sus acompañantes: ramas, rocas, redes, boyas, anclas y hasta con un motor de lancha tocó enfrentarnos. Al principio, el guía desmarañaba las líneas, más tarde fui yo el encargado de hacerlo, para después dejar que los muchachos lo hicieran.
Digo sin faltar a la verdad que pasamos más horas desenredando nudos que sacando peces del agua. El tiempo observando la tensión de los sedales a la espera de verlos restirados por la mordida de un pez, era un espacio de silencios prolongados. Pero puedo decir también, que cuando alguno pescaba, los demás dejábamos nuestras cañas para disfrutar y celebrarle la hazaña. Y devolvíamos el pez al agua.
Luego, regreso a la realidad. Entre el mundano parlar citadino que mucho grita y nada dice, se extrañaban los silencios de la pesca dónde tanto nos escuchábamos. Nos encerrábamos cada uno en su vida y en su mundo, a sumergirnos de nuevo en la vorágine que tanto exige de apariencia y poco muestra de conciencia. Y luchaba cada quien ante sus retos; apegados al libreto de una incierta civilización: desenredando las cosas y tironeando sin saber si algo bueno viene en el anzuelo, o es sólo que nuestros intereses y roles, nuestras edades y humores, se han liado con los de alguien más.
Así los años pasaron, con las idas a pescar y regresos a estudiar o trabajar, con momentos de reír y episodios de llorar, con subidas y bajadas, bailando y siendo bailados.
Hasta que un día sentado frente al televisor mirando no sé qué cosa, sin siquiera esperar a los comerciales, instintivamente abrí mis manos para observarlas. Y, robándole al poeta el verso, vi que ambas estaban vacías, pobladas de cicatrices. Entonces caí en cuenta de haber gastado media vida desenredando los nudos. Y entendí a aquellos psicólogos y párrocos: quizá las manos estén vacías, pero la vida está llena.
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