El alma de los mexicanos se encoge día con día al enterarnos de los eventos que ocurren en nuestro país, como la matanza en Michoacán, los sucesos en el Estadio Corregidora, el incremento en los feminicidios, la matanza en Puebla, el asesinato de periodistas y políticos, la intervención del crimen organizado en las elecciones. Cada noticia opaca a la del día anterior, que ya era en sí alarmante, aunque, con el paso de los días, termina en el olvido.
En los más de 25 años que tengo de publicar mis columnas, suelo enfocar mi atención en los temas que creo aportan, nutren o nos hacen crecer. No soy analista política, sin embargo, como ciudadana, es imposible voltear la cara a otro lado e ignorar los hechos acontecidos últimamente en México.
¿Qué nos pasó? ¿Hasta cuándo nos vamos a unir? ¿Por qué hemos permitido que la impunidad sea la que gobierne el país? Vivimos anestesiados. Es verdad que la carga de retos que cada ciudadano tiene de manera individual, por mera sobrevivencia, nos hace cerrar los ojos por no soportar más peso. Sin embargo, ¡es urgente despertar!, abrir los ojos, darnos cuenta de que vivimos el síndrome de la sopa de rana, que no se da cuenta de que la temperatura del agua sube, hasta llegar al punto de la asfixia y no reaccionamos. Estamos cada vez más divididos, el odio y la impotencia se enconan en el corazón de las personas. El impacto que tiene la inseguridad crea una estática de tal alcance que el temor se filtra en nuestras vidas y familias. ¿Y nos cruzamos de brazos?
¿Cómo es posible que 97 por ciento de los actos de violencia queden impunes? ¿Cómo es que muchos asesinos salen absueltos a los pocos días de haber cometido crímenes, secuestros y actos vandálicos? ¿Por qué el fuero protege a corruptos que se llenan los bolsillos de dinero ante el asombro nacional? Me pregunto: ¿Dónde están nuestros gobernantes?
Pareciera que el gobierno tiene un complot hacia el pueblo. Un complot para no hacer nada, para permanecer indiferentes, para gobernar entregados a ellos mismos y a la búsqueda personal de poder sin un mínimo de amor a México. Ya no es momento de permanecer callados con la cabeza baja, llegó el momento de exigir, reclamar, denunciar, para poder entregarles a nuestros hijos un México vivible que, de momento, no tenemos.
Basta escuchar las sobremesas, leer lo que se postea en las redes sociales y lo que se publica en los medios de comunicación para darnos cuenta del gran enojo de la gente. Como sociedad estamos irritados e indignados; lo que más cólera provoca es la sensación de impotencia que sentimos ante la impunidad reinante en el país. Queramos o no, la falta de medicinas, el cierre de escuelas, los asuntos de justicia no resueltos minan la energía colectiva y elevan la ira reprimida.
No permitamos que nuestra mente se acostumbre a noticias cada vez más crueles y escandalosas, con las cuales hoy apenas levantamos la ceja. Sobre todo, dejemos de pensar que lo que le pasa a otro no nos afecta: sí nos afecta.
Hagamos nuestras las palabras de Alejandro Martí, que un día expresó: “No aceptemos la violencia como una maldición irremediable. No aceptemos la incapacidad de quienes están obligados a darnos seguridad. Mantengamos la exigencia hasta el límite, desde todos los campos de la acción legal, hasta que las cosas cambien. Hemos renunciado a nuestro derecho a ser defendidos por el Estado ante la criminalidad. Aceptamos una cuota de dolor y de desamparo como si fuese un hecho irreversible”.
Y recordemos la frase de Edmund Burke: “Lo único que se necesita para que el mal triunfe es que las personas buenas no hagan nada”. ¿Hasta cuándo?