La vista en el mercado no ha cambiado mucho desde su infancia. Hoy es un hombre maduro que pretende ser de roca, la verdad es que es de barro.
Es cierto, por sanidad, ya no encuentra el matadero donde tantas veces presenció la degollación, desangre y destace de los cabritos de leche a manos de cabriteros para colocar las piezas en una vasija, las entrañas en un cazo, y la sangre para fritada la vaciaban en bolsas plásticas. Pero en todo lo demás, el mercado sigue igual: con los puestos de comida, los vendedores de queso, las crudas carnicerías, las tiendas de artesanías.
Igual a otros años, en la primera semana de enero visitó el mercado con la intención de comprar un puerquito. De esos todavía hay. Tras un breve regateo y comprobar que todos los locatarios le daban el mismo precio, se decidió por un marranito que en algo se asemejó a una vaca: blanco con manchas negras.
Sabía que tarde o temprano lo necesitaría. Empezó a engordarlo con lo que le iba sobrando, también con algo de pretensiones. Es sabido que, para gozar de algo bueno mañana, uno debe sacrificarse un poco hoy.
Se sorprendió varias veces en medio de una comida, en la amena sobremesa o en pleno brindis bohemio pensando en aquel cerdito. No diría que pasó hambre, pero durante semanas siempre procuró guardar un poco para llevarle. No eran sobras propiamente, fue ajustarse el cinturón antes de caer en gula para engordar al cochino.
Al llegar la primavera, su Princesa consentida le recordó que en cosa de un mes llegaría a la edad adulta. Con la pícara osadía que poseen todos los hijos, le preguntó a su papá si ya tenía su regalo.
—Todavía no, hijita —respondió siendo sincero—, ¿ya sabes qué es lo que quieres?
—La verdad, aún no lo sé. Pero pienso que me puedes dar dinero.
El hombre se guardó aquello. ¿Por qué regalar dinero?
Se sucedieron los días, no encontró qué regalar. No se cumplen diariamente los dieciocho años de vida, además que a su Princesa otras cosas le debía. No es que fuera un mal papá, era un padre igual a todos, con virtudes y defectos, pues los padres son así: blancos, con manchas negras, parecidos a la vida. Le dio vueltas al asunto sin dar con una respuesta.
Siguió cavilando en eso, pensó en varios escenarios por su falta de pericia: sacrificar al marrano para hacerle un buen convivio, pasar la fecha por alto, en fin que con amor basta, o darle el cerdo completo, para que ella decidiera si disfrutar sus entrañas o seguir alimentándolo.
Lo que más consideró en la previa a ese cumpleaños fue darle muerte al puerquito para festejarla en casa, con familiares y amigos, con vecinos y hasta el perro. Pero luego recordó que cuando hay celebraciones, el que organiza dispone del menú, música y gente, se regodea de anfitrión y, si es verdad que no es rey, por lo menos es gerente de una fiesta a su manera; mientras el cumpleañero apechuga con una frágil sonrisa, aunque el convite no sea del todo a su gusto o el presente más deseado. Continuó engrosando al cerdo.
Total, que al hombre se le cerró el mundo para encontrar un regalo que demostrase en tangible el amor por su Princesa. Pero, dentro de tantas carencias con las que va por la vida, un reducto le quedó de algo que sabe hacer. Entonces, ya supo qué regalar.
Días antes del cumpleaños, le escribió un tipo de cuento con estilo de papá: un relato fantasioso, un poco con la razón, otro mucho con cariño. Ese día, ya entrado abril, luego de abrazos y besos, primero le dio el escrito, después un pingüino Marinela con una vela encendida y, al final, la alcancía del marranito de barro; blanco, con manchas negras, igualito a su papá.