En la vida experimentamos acontecimientos que nos cambian por completo y nos hacen cruzar umbrales. Estos sucesos pueden equipararse con tornados que absorben los objetos a su paso y los arrojan totalmente transformados. No obedecen a una elección, suceden. A veces, implican pérdidas mayores; otras, cambios que sacuden y despiertan.
Si bien en algunas ocasiones los “objetos” arrojados somos nosotros, otras nos toca ser quienes ayudan en la reconstrucción de alguien más. He encontrado que, en circunstancias como estas, es común que no sepamos cómo ayudar: “¿Será prudente llamar o ir a verlo?, ¿qué le digo?, ¿cómo le apoyo?” Ante la pena de los demás, nos sentimos impotentes, imprudentes o torpes. Y, con frecuencia, nuestras mejores intenciones salen torcidas o son contrarias a lo que el otro desea.
Desde mi experiencia, puedo decir que cuando somos los arrojados, sabemos que necesitamos ayuda, pero no cómo articularla, porque no tenemos idea de qué es lo que queremos. Estamos inmersos en tal corriente de emociones y cambios, que carecemos de un centro que nos dé cordura. De manera extraña, esta desorientación se acompaña con una lupa que amplifica la sensibilidad hacia cualquier detalle que la gente tiene con nosotros, los cuales se agradecen en el alma.
Partamos de que el dolor es en el alma y no racional. Es el amor en su forma más cruda. Entonces, cuando uno no sabe qué quiere, ni cómo pedirlo y el otro no sabe cómo ni por dónde ayudar, solemos seguir el camino del silencio y la ausencia. Sobra decir que esa ruta no contribuye en nada a la relación y puede dañarla para siempre. Irónicamente, el que quiere ayudar se siente rechazado y el que necesita ayuda se siente olvidado.
Quizá nuestra cultura no nos ha enseñado a prestar consuelo en circunstancias como las que describo. Sin pretender presentar un manual de comportamiento, quiero compartir algunas acciones con las que podemos hacer sentir al otro el apoyo que deseamos darle.
Considero que lo que más reconforta el alma es sentirse querido. Esa sensación se puede infundir con mil detalles. Por ejemplo, cuánto se agradece un mensaje, como algunos que recibí, que decían: “Quiero decirte que te acompaño, te pienso y aquí estoy para lo que necesites. No es necesario que me contestes. Un abrazo con cariño”, en lugar de un mensaje que diga: “Hola, ¿cómo estás?” Además de que exige una respuesta, cuando no se tiene el ánimo para darla, ¡es imposible contestar esa pregunta!
Cuánto se agradece, también, cuando antes de recibir una llamada, se nos pregunta por mensaje si podemos tomarla. Durante los días críticos, las llamadas sorpresa a cualquier hora suelen entrar en momentos que no son oportunos.
Lo que más se necesita es sentir que el otro valida y reconoce nuestra pena, así como sentirnos escuchados. La gente quiere que nos sintamos mejor. Así, un error que con frecuencia cometemos es tratar de dar consuelo al compartir al doliente nuestra experiencia de una pérdida o la de algún conocido que vivió un caso más dramático. No es así. Al quitarle el reflector al doliente, borramos su realidad, que es lo que menos desea. La comparación no funciona, el que otros experimenten dolor tampoco es medicina para nadie.
Hay muchos otros detalles que podríamos abordar y lo haremos en la próxima entrega. Concluyo esta con la idea de que, para sentirnos acompañados ante una pérdida, se necesita la presencia del otro. Esta se puede hacer sentir con unas flores, un panqué o una tarjeta cariñosa. Si es a través de su mirada, su oído y su compasión, mejor aún.