Desando el camino que en unos minutos recorreré a máxima velocidad, sin saber a ciencia cierta si iré huyendo o persiguiendo, notándome o invisible, como un león o una avestruz, yendo alegre o aterrado. Lo que sí tengo muy claro es que estoy aquí por voluntad propia, nadie me ha puesto en esta situación; una serie de eventos, algunos de ellos desafortunados, así como un voluble carácter, algo de historia familiar y la curiosidad por algunas cosas, me arrastraron durante años a rumiar varios anhelos. ¿Sabes lo que sucede cuando voy tras mis anhelos? El miedo me paraliza al tenerlos a la mano o no son lo que esperaba o, simplemente, no ocurren.
875 metros me separan de… de no sé qué. Pero por algo estoy aquí, en un lugar en que no había estado, de nuevo como tantas veces intentando metaforizar en sentidas experiencias el misterio de la vida. Y ya lo sabes, lectora, lector: le buscamos explicación a la vida al experimentar el absurdo, el sinsentido.
Un montón de sustancias creadas en el cerebro, cuyas etimologías terminan en “ina”, se reproducen a velocidad de conejos. Siento aquella expectación de la línea de salida de cuando corría la 21K en nuestra ciudad, aquel hueco en el estómago antes del ‘kickoff’ del futbol americano, el miedo paralizante de invitar a una joven a bailar.
Contexto: apenas ayer estuve en el pueblo de Elizondo, de dónde, se supone, salió algún bandido cuyo trasero o descendencia terminó en América, en Saltillo concretamente, según algunos genealogistas. Pero no me equivoco: sé muy, muy bien que mi pasado está en las Navidades con mis primos, en el patio de mi escuela, en mis relaciones por trabajo, así como en el brindis con amigos, en las relaciones fallidas, pero siempre agradecidas, en sobremesas y traslados con mis hijos. No es de dónde vienes, es con quién te has acompañado y hacia dónde te diriges. De Elizondo llegué a Pamplona, a las Fiestas de San Fermín.
Un híbrido de fiesta religiosa y feria ganadera, aunado a la exposición mundial que Ernest Hemingway le dio a las Fiestas de San Fermín con su libro llamado “Fiesta”, hacen de dos semanas de julio un acontecimiento cargado de esa libertad de antaño que hoy nos parece libertinaje: espacios libres para fumar y beber, comida y baile por todas partes, respeto a las minorías sin sometimiento a ellas, ambiente taurino sin restricciones; todo lo anterior desde una libertad como la que en otras partes del orbe disfruta la comunidad LGBTQ+, los amantes de las mascotas, los proaborto y demás colectivos cilindrados desde sabrá Dios qué intereses.
Investigo un poquito del festejo religioso y me doy cuenta que, igual a las figuras de yeso de mi parroquia, con rascarle solo un poco se desprende la pintura: carencia de rigor histórico para tener credibilidad más allá de la fe, pero eso no importa, toda religión se basa en eso.
Una insípida corrida de toros vangoghiana (solo una oreja), donde veinte mil personas alternan a capella entre “El Rey” de José Alfredo Jiménez, que te pone la piel de gallina, y “La chica Yeyé” inmortalizada por Martha Sánchez, que te pone los pies a saltar. Al otro día, el encierro: esa carrera delirante por las callecitas de Pamplona, entre ocho toros de casi 600 kilos, rodeado de miles de personas corriendo, cada quien con su loquera.
875 metros es la distancia del encierro, desde los corrales donde duerme el toro hasta la plaza de toros para la corrida de la tarde. La carrera del encierro dura menos que el coito de un adolescente primerizo. Vuelvo a tener esa increíble sensación de la 21K y de la carrera de la vida: corres codo a codo entre una multitud de personas, pero sabes que vas solo. El encierro, el coito adolescente y la vida, una trilogía tan intensa como breve.
Mi reflexión final, un homenaje a mi abuelo, a mis amigos taurinos y a mi tierra: no siendo el santo patrono de Pamplona el mentado San Fermín, destaco que, para santos, San Fermín Espinosa “Armillita”. ¡Olé!
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