Tiempos raros y bulímicos se viven en materia gastronómica hoy en día. Paradoja: hoy los chefs son protagonistas mediáticos, como un rockstar; pero los humanos, miles, millones de ellos, prefieren languidecer ante un cereal insípido, un vaso de agua y un café sin cafeína: la anorexia física y espiritual.
Pero, esta tos no está terminando –para fortuna de todos– en pulmonía, menos neumonía. Hay visos de que esto se está enderezando poco a poco. Se come mejor que nunca en la historia y los cocineros están emparentados con los antiguos alquimistas.
Y quienes mejor saben de esto, son los escritores, esos amantes de los fogones, restaurantes, merenderos y cantinas y bares de todo tipo y pelaje. No pocas veces lo hemos visto ya en el armado integral de dichas obras de arte (“La colmena”, de Camilo José Cela, recientemente), es la gastronomía columna vertebral a seguir dentro de la trama de un texto narrativo o poético.
Otro caso paradigmático es el del chileno Pablo Neruda con su libro estandarte al respecto, “Odas elementales”, quien escribió una sentida alabanza al platillo clásico chileno: caldillo de congrio.
Eran tiempos de escritores gordos y sin problemas de arrepentimiento. No había pecado al comer bien. Los nutriólogos, esos aguafiestas de la medicina, aún no existían. Eran tiempos de escritores en plenitud de facultades, entregados a libar generosas dosis de alcohol (Ernest Hemingway, Edgar Allan Poe; en su momento, Stephen King, Jack Kerouac, Kurt Vonnegut y un largo etcétera), café en jarras (Honore de Balzac, Walt Whitman, Marcel Proust…) o fanáticos de postres como Lovecraft, Proust, Sartre…
El gran Truman Capote lo vivió, lo comió, lo fumó y lo bebió todo. Nada de medias tintas o paños tibios. El autor de “A sangre fría” era fanático de todos los postres, pero en especial el llamado “Pudín italiano de verano”, elaborado con frutas de temporada y chocolate, harto chocolate. George Orwell el célebre autor de dos obras portentosas que han modificado patrones de conducta y prefiguraron el mundo de hoy, “Rebelión en la granja” y “1984”, tenía como uno de sus platillos favoritos el “Plum pudding”, un pastel, un postre elaborado con frutos secos y nueces.
Al divino Oscar Wilde no lo podemos imaginar sin una copa de champagne en la mano –lo más fría posible–, decía al camarero. El autor de “El retrato de Dorian Grey” era goloso, de buen yantar. Sus memorias y sus diferentes estudios biográficos así lo retratan. En un más acá latinoamericano, el mago de Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez tiene entre sus más de 40 textos editados, todo un banquete para deleitarnos. Parte de su apuesta fue el “descubrir” para el mundo la identidad y el modo de ser americano y la gastronomía, los alimentos, frutos y animales son parte fundamental de sus obras. En “Cien años de soledad” (1967), pone a levitar a un cura que llega a Macondo, Nicanor Reyna. Y levita luego de probar una taza de chocolate espeso y sin respirar. Lo anterior usted lo recuerda, tiene su fundamento en historias de santos y monjes que en teoría, lo hicieron como San José de Cupertino (Italia, hacia 1638).
En el siglo XVI, la historia cuenta que Santa Teresa de Ávila se elevaba del suelo hasta 30 minutos. Lo bien cierto es que el Gabo hizo levitar a su monje mediante la gastronomía: el probar una humeante taza de chocolate espeso…