Imposible no experimentar esa rara y doble sensación de pérdida y gracia cuando la naturaleza golpea sin piedad a la vida, mientras que la humanidad rescata con amor al individuo
El puño en alto dejó de ser un símbolo de resistencia civil, protesta política o militancia para convertirse en ícono de la solidaridad del mexicano. Aún teníamos el puño cerrado, dispuestos a ajusticiar al cobarde asesino de Mara, cuando los mexicanos fuimos una vez más sacudidos por esa madre naturaleza que en ocasiones se rebela a su hijo, dios. Trágica cábala que a treinta y dos años del terremoto del ´85 y como sarcástica broma sobre nuestro himno nacional, volvió a hacer retumbar en su centro a la tierra. Iglesias e ideologías políticas, razas, edades y estratos sociales, preferencias sexuales, grados académicos, género y cualquier otro motivo de escisión en distintos temas, se fundieron durante la semana en torno a las necesidades de los sitios afectados por el sismo que también, nos hizo saber queridos por el mundo entero.
La mayor parte de los mexicanos pasamos del horror atestiguado a través de la televisión y redes sociales, a multiplicar el amor trasformado en pequeñas y grandes acciones desde todos los rincones del país como los maravillosos textos de apoyo moral escritos en los paquetes de agua, comida y otros productos de ayuda material, o como los sentidos rezos que fueron acompañados por copiosas donaciones, o como los vecinos de la gran ciudad de México que sacaron a la calle las extensiones eléctricas y cargadores para teléfonos celulares, o como quienes hicieron públicas sus claves de internet, o como los que inundaron las banquetas con víveres para sostener las maratónicas jornadas de los rescatistas, y los que pusieron a disposición de todos los baños y regaderas de sus casas, o como los que compartieron información verdadera, o como los que transportaron personas y materiales, o aquellos que organizaron los centros de acopio. Y un largo pero caritativo etcétera que omito.
Las imágenes más reiteradas durante los trabajos de rescate, donde el puño cerrado en alto de rescatistas y voluntarios significó el silencio absoluto de los presentes para la correcta comunicación en los interiores en pro de realizar las maniobras de búsqueda y localización de gente, se convirtieron luego en la acción de las mismas manos que, ya con las palmas abiertas removieron escombros, empuñaron herramientas e hicieron vallas y mano-cadena para que también el silencio cediera a los aplausos y cantos cuando algún niño, una mujer o un anciano, emergió a la vida por segunda ocasión, pero esta vez no desde las entrañas de su cálida madre, sino desde la oscuridad de los duros escombros. Imposible ser apático a las muestras de solidaridad del mundo y los mexicanos que ante la tragedia han sacado a flote lo mejor del ser humano. Imposible no experimentar esa rara y doble sensación de pérdida y gracia cuando la naturaleza golpea sin piedad a la vida, mientras que la humanidad rescata con amor al individuo. ¿Es esto un nuevo comienzo?
La historia y la razón me dicen que no, que nada cambiará. Que pasará poco tiempo para que esta tragedia quede en el pasado y volvamos a cerrar el puño en una nación de ciento cincuenta millones de mexicanos y ante un mundo de siete mil millones de personas. Pero la esperanza y el corazón me dicen que si, que esta vez el puño que implicó protesta y rabia durante mucho tiempo y que en días pasados sirvió para pedir silencio en labores de rescate, ha sido abierto para siempre, abierto para darle una mano franca y solidaria a quien la necesite, una mano terrosa y ampollada por el trabajo comunitario y responsabilidad social, pero limpia y sana en términos de integridad; una mano que guie a sus hijos hacia el futuro que nuestro país merece. La misma mano que represente un cúmulo de valores y principios para que, nunca, nunca, nunca, vuelva a lastimar a Mara.
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