Finalizado el tiempo reglamentario igualados y la prórroga de media hora para desempatar sin que resultase un ganador, han llegado a la ronda de penales. Un duelo de pistoleros.
Una instancia familiar para el equipo croata, disputó tres alargues de partidos en la fase final del torneo y dos de ellas se definieron por penaltis. Su entrenador, un fiel y orgulloso católico, en alguna brecha del subconsciente neuronal hace recuento de memorables momentos en esta vía a lo largo de la historia del fútbol: el italiano Baggio enviando el balón a las tribunas dándole la copa a Brasil en 1994, los casi 50 penales cobrados en algún país del África para definir un ganador, los mexicanos jugando bien pero ejecutando mal para cargar un estigma tan pesado como la conquista, el loco Abreu en el quinto y definitivo tiro, con una frialdad de sociópata asesino, haciendo un pique, un globito pues, para llevar a Uruguay a semifinales… y más interesantes casos de yerros y aciertos en esos momentos de máxima presión profesional en dónde la única verdad y por tanto, juicio, viene de un aforismo futbolero: penal atajado, penal mal ejecutado.
Pero en conciencia, el entrenador tiene toda su atención, conocimientos y energía en el orden en que sus jugadores desfilaran ante un portero francés, ante más de 80 mil espectadores presenciales y un montón de millones de televidentes, cibernautas, radioescuchas, futbolistas y periodistas diseminados por el orbe, fieles al eslogan del México ´86: el mundo unido por un balón. ¿La suerte importa? En este momento, se invoca a la diosa fortuna y cualquier tipo de cábala, hechizo o cálculo estadístico es sacado del costal: atinar a escoger cara o cruz para ver quien inicia tirando es relevante; acertar primero, entendiendo el aforismo citado arriba, traslada toda la presión al adversario.
Tras el lanzamiento de la moneda, el capitán de Croacia decide empezar con la primera tanda de cinco fusilamientos por escuadra. Se agotan los diez cobros y el partido continúa empatado. Lo siguiente es muerte súbita para defi nir al campeón, entonces tenemos que esto, aunado a aquello del penal fallado es igual a mala ejecución, ha pasado de ser una estridente balacera de gatilleros, a una sórdida ruleta rusa. Nadie quiere la pistola en su poder.
Pero el entrenador croata permea en sus pupilos una vasta tranquilidad, y su primer tirador complementario ha marcado el gol. Si su arquero logra detener el siguiente, se convertirán en campeones del mundo. Y ahí tienes al entrenador, con la cabeza en el juego y una mano en el bolsillo, soba que soba un rosario que siempre le acompaña en todo lugar y en todo momento, en ese espacio y el tiempo tan estudiados por la ciencia. ¿Confía tanto en su oración como en la preparación? ¿Es religioso para ganar o para saber jugar? Él sigue tranquilo, él cree en algo; observa al futbolista francés aproximarse al manchón penal para acertar o fallar, para vivir o morir. Y un instante después, su vista se cruza con algo que sale por el cuello de la camiseta del francés: pendiente de una cadena, un dorado crucifijo.