“Enfrentar el mar es desafiante, sabiendo que la naturaleza siempre tendrá el control”.
Hace 27 años, conocí a Alma Salazar mientras trabajábamos en la escuela acuática de Lulú Cisneros. Al inscribirme a “El Cruce”, no dudé ni un segundo en enviarle la foto a Alma, quien actualmente es coach de natación en el TYM Sport Center. El mensaje decía: “necesito que me entrenes, ya me inscribí a esto”. Para mi sorpresa, Alma también participaría en la competencia, así que realizamos los entrenamientos juntas. Elsa, que vive actualmente en Madison, Wisconsin, Estados Unidos, no dejó de animarme; ella me compartía sus entrenamientos y yo todo lo aterrizaba con Alma.
El 1 de junio es el Día Nacional de la Marina en México y para conmemorar esta fecha, en 1984, el finalista olímpico de natación de los años 1964 y 1968, Rafael Hernández Rojas, y sus amigos nadaron 100 metros en mar abierto en Isla Mujeres. Con los años, fueron aumentando la distancia de 100 metros a un kilómetro, al cual llamaban “Por la libre”. En 1989, se desafiaron a cruzar de Cancún a Isla Mujeres, una distancia de 10 kilómetros, y así nació el actual evento “El Cruce”. No fue hasta 2008 que Rafael Hernández Benet, su hijo, lo convirtió en una competencia internacional. Hoy en día, genera una derrama económica de aproximadamente 70 millones de pesos para el estado de Quintana Roo.
La fecha había llegado: sábado 18 de mayo. En la habitación 107 del hotel Krystal Grand, el despertador sonó a las 5:00 am. Para mi sorpresa, Elsa había salido a buscar algo para desayunar. Antes de que se fuera, solo recuerdo haberle dicho: “tráeme una manzana” y volví a quedarme dormida.
Me costó levantarme, ya que al inscribirme olvidé por completo que estas fechas eran las de mayor trabajo para mí, debido a las campañas políticas. Soy consultora de imagen pública y acabamos de pasar las campañas electorales más grandes de la historia de nuestro país. Sin embargo, como me gustan los retos y como con el celular se resuelven muchos temas, me regalé este espacio en plena tormenta electoral.
Elsa regresó a la habitación a las 5:45 am, dándome 45 minutos más de sueño. Nos tatuamos nuestros números de competidor en los brazos y omóplatos, según lo indicado en la reglamentación. Nos rociamos el cuerpo con protector solar, repasamos varias veces los accesorios que debíamos llevar (gorra, googles, boya, celular) y salimos de la habitación. El mar estaba agitado, el viento seguía fuerte, pero el evento continuaba según lo planeado.
“¡Las mujeres primero!”, gritaban algunos alrededor. Pasamos el arco de entrada, marcamos nuestros chips en los tapetes y llegamos a la playa, donde se llevaba a cabo una ceremonia para pedir al dios del mar que cuidara a los nadadores. Seiscientos atletas protagonizábamos la primera jornada en Playa Caracol.
El conteo regresivo comenzó. Elsa, unas conocidas suyas, Alma y yo decidimos ser de las últimas en salir, para evitar ser golpeadas por las primeras nadadoras que buscaban un lugar. Nosotras íbamos por la experiencia.
Mi inscripción era para una distancia de 3.8 kilómetros. Debido al oleaje y los fuertes vientos, la ruta fue cambiada: en lugar de nadar hacia Isla Mujeres, ahora el tramo era paralelo a la playa. Los nadadores de 1.9 kilómetros debían dar una vuelta, mientras que los de 3.8 kilómetros teníamos que nadar dos vueltas a la ruta.
La temperatura del agua era espectacular. Nos adentramos en el mar y cruzamos las olas. Mi corazón palpitaba a gran velocidad. Empecé a comprender el ritmo del oleaje y aprendí rápidamente a “bailar” con el mar.
Los primeros 950 metros los nadé a buen ritmo. Al ver las dos boyas amarillas para dar el primer cuarto de vuelta, me dije: “esto es pan comido, seguro haré un buen tiempo”. Sin embargo, al dar la vuelta en las boyas amarillas para nadar de regreso, fue cuando comenzó la verdadera tortura.
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