El mundo se ha descompuesto. En todos lados, pero más en esta bella ciudad llamada Saltillo. Poco o nada queda de su clima benigno y de la bonhomía y generosidad de su gente. Saltillo ya no es el mío, el nuestro. Más de un 85 por ciento de sus habitantes son forasteros que vienen por trabajo en la maquila. Cumplen, mandan dinero a sus comunidades de origen, se emborrachan semanalmente, escuchan música ruidosa y nada más.
No estoy en contra de ellos, para nada; todo mundo tenemos derecho a ganarnos la vida donde sea y donde haya pesos disponibles. Pero sus costumbres culturales son brutales en comparación con nosotros, los habitantes del norte ardiente.
Entramos en materia: el calorón nos agobia (olas de calor es su definición hoy) y Saltillo, por su altura sobre el nivel del mar, tenía un clima privilegiado casi todo el año. No más. Ahora el infierno se abate sobre nosotros como en cualquier parte del mundo. ¿Qué hacer? Pues, caray, si la vida azufrosa aprieta en la ventana, nada como refrescarse. ¿Con qué bebidas? Con lo que esté a la mano, pero hay que hacerlo para no morir de sed. Hay que ingerir bebidas de cualquier tipo de pelaje, marca y categoría. Con tal de refrescar nuestro eterno y seco gaznate.
Pero hay que refrescarse con champagne. Es, sin duda, el vino espumoso más célebre del orbe por antonomasia. Nombrarlo es hablar de su denominación de origen, su glamour y su linaje escogido. Forma parte del abecedario de la humanidad y de la literatura. De la música y del cine. Forma parte de eso llamado civilización. Un producto tan refinado, cuidado y deseado que por este y otras creaciones afines la humanidad es lo que es hoy: refinamiento de los sentidos, la apuesta por el hedonismo, no como condena, sino como placer.
Lo he disfrutado en algunas ocasiones de mi vida. ¿Caras o baratas las botellas? Es intrascendente y grosería hablar de precio cuando se puede disfrutar. Se elige el champagne por lo que representa. El champagne es considerado uno de los mejores y grandes placeres que existen y está relacionado, desde su creación, con la celebración y festividad de la “buena vida”.
Decía, y decía bien, Madame Lily Bollinger: “yo bebo champagne cuando estoy contenta, cuando estoy triste, algunas veces cuando estoy sola. Una gota cuando no tengo apetito, y lo bebo cuando tengo hambre. Cuando tengo visitas es una obligación. Fuera de estas excepciones, jamás lo toco, excepto cuando tengo sed”. Caramba, esto es calidad de vida, prudencia y mesura al beber. Una dama, sin duda.
¿Sabe para qué y por qué creó Dios los placeres de la comida y la bebida, como el champagne? Para que usted los disfrute. Mi escritor de cabecera, Francis Scott Fitzgerald, lo supo desde siempre y hasta el final de sus días. Hermoso y maldito, se fue joven de la Tierra, pero dejó una obra invulnerable y agotó, sí, todos los regodeos a la mano. Como esta bebida de dioses. En “El gran Gatsby” lo dijo en varias páginas: “en sus jardines azules, los hombres y las mujeres revoloteaban como polillas entre los murmullos, el champagne y las estrellas…”
¿No hay champagne a la mano? Pues a beber caguamas, no hay de otra.