Cada vez que prendo mi celular me encuentro con la mirada de Pablo. La foto la tomamos durante un viaje en familia, una de las cosas que más disfrutaba en la vida. Se ve radiante y feliz, tiene una sonrisa que surge del interior, de aquellas que nunca se podrían fingir. Su mirada me anima y me recuerda la de algunas pinturas famosas que, sin importar hacia dónde te muevas, te sigue, lo cual agradezco. Al verlo, le platico, le consulto e imagino frases que en ese momento quisiera escuchar, como: “buenos días, vieja”, “yo estoy muy bien”, “estoy orgulloso de ti” y “ánimo, me gusta verte contenta”, entre tantas otras.
Su foto me acompaña siempre, en especial cuando me siento insegura; también me consuela cuando lo necesito. Sin embargo, a los pocos segundos de ver la imagen, la pantalla se va a negro, detalle que me golpea y confronta con su ausencia —que no he acabado de procesar ahora permanente.
En ese momento, la mente quiere reproducir en automático pensamientos incesantes y fatalistas que salen a la pista como caballos de carreras. Darles rienda suelta significa permitirles recorrer circuitos que formarán surcos mentales profundos y me privarán de toda libertad. Aunque soy consciente de esto, su fuerza es tal y el camino tan fácil que a veces es imposible detenerlos.
Al mismo tiempo, pienso que apenas se cumplen dos meses de la partida de Pablo y me resisto a deshacerme de su ropa, de sus pertenencias o de sus lentes en el buró, como si con esto mantuviera y retuviera su esencia en la casa. ¿Hasta cuándo será sano hacerlo o no hacerlo? Ignoro si es un acto de cobardía, de amor o de falta de aceptación. Confío en que es un proceso natural y que un día encontraré la fortaleza para llevarlo a cabo.
No obstante, sé que Pablo está conmigo en esencia, que no se ha ido. Otras frases me bombardean también el pensamiento y aportan algunos segundos de lucidez, provenientes de lo que he estudiado a lo largo de los años. Cuando aparecen me recuerdan que “todos los problemas vienen de la mente”, “cada cual es responsable del mundo que experimenta”, “la vida no termina, solo se transforma y es eterna”. Sin embargo, la realidad duele y duele mucho.
Estos últimos conceptos corren a la par de los primeros y crean una guerra interna que se lleva a cabo en la mente, para ver cuáles vencen. Con ello me doy cuenta de que dicho combate de emociones lo puedo destilar en dos: miedo y amor. Si bien la agitación que provoca cada uno es similar, recuerdo que el miedo es la expectativa del mal, mientras que el amor es la expectativa del bien. Que el primero es un callejón sin salida, que nos lleva a sufrir; y el segundo el camino que nos lleva a la gratitud y el gozo.
“No vuelvas dolor lo que fue amor, sería desleal y poco amoroso”, me dijo un compañero de estudio, ¡cuánta razón tiene! Frase que trato de convertir en mantra, en especial cuando el extrañamiento se vuelve insoportable.
Al mismo tiempo, compruebo que basta un segundo para ir de un pensamiento a otro, ese poder tenemos y da como consecuencia otra perspectiva de la vida.
Así, prendo de nuevo mi celular, veo su cara sonriente y esa mirada que me sigue. Imagino de nuevo un “buenos días, vieja” y le agradezco la complicidad, lo que formamos y su generosidad ilimitada en todos sentidos. Aunque su foto pronto desaparece de mi pantalla, me consuela la certeza de que él sigue con nosotros y seguirá en nuestras vidas en el aire, el cielo, el sol y mis sueños.