Saludos, mi estimado lector. Sin darnos cuenta, entre catástrofes políticas, eventos naturales extraordinarios y esta pandemia, llegamos a septiembre y le voy a compartir la mejor parte de este mes patrio para mí.
Recuerdo, de niña, el granado que estaba plantado en jardín cercano a la barranca. Yo contemplaba cómo sus frutos iban creciendo, rojizos y enormes. Para mí significaba que doña Zulema cocinaría sus famosos chiles en nogada y tendríamos cenas cada jueves del mes; sabía también que la haría de “pinche”, voluntariamente a fuerza.
Cocinar fue el ejercicio sublime de convivencia madre-hija y este platillo en especial requiere una estricta metodología para su preparación, que comienza días previos al evento de las tragaderas.
Debíamos iniciar cociendo la carne y pelando todas las granadas, para dejar listos los enormes refractarios rebosantes de pequeños rubíes brillantes, jugosos y frescos. A la mañana siguiente venía lo bueno: deshebrar la carne en hebras que fueran uniformes, ni tan pequeñas ni tan grandes, sólo del tamaño que mi madre autorizaba, y pasaba a dar su aprobación de cuando en cuando. Mientras, ella picaba las frutas. Así, una vez que estuvieran mis hebras perfectas y sus cubos frutales como patrones fractales, todo formaba parte del guiso dulzón. Los olores que vaporizaba la cazuela estarán guardados en mi memoria por siempre: mantequilla con durazno, carne de cerdo, manzana, piñones, pasas y un chorro de aquel licor que escondía doña Zulema en el rincón más oscuro de la alacena. Y así se dejaba reposar toda la noche para concentrar el sabor, decía ella.
Llegó el día esperado. Debía montar la mesa y sacar la vajilla “especial”. Amasar la harina para hacer las tortillas a mano, como si no tuviéramos suficiente trabajo; pero ella decía que semejante platillo se sirve con todo bien hecho o mejor no lo cocines.
Freír los frijoles al estilo Jalisco, con manteca y elotitos desgranados en el cazo de barro; hacer las aguas de jamaica, horchata y pepino. Por eso de la celebración patria, la mesa debía estar a juego con las jarras de las aguas frescas representando la bandera. Yo decía que con el chile era más que suficiente la intención tricolor, pero con su mirada se bastaba para ordenarnos a seguir con el trabajo. Total, ya sólo faltaba que ella terminara la sagrada nogada, que recuerdo hacía con crema de la buena -ésa que sí es crema-, un enorme trozo de queso crema fresco, puños de nuez y un chorro de jerez.
Por fin estaba todo listo. Yo, cansada, y mi madre, por dos. Nos poníamos guapas para esperar a los invitados. Las risas, los elogios, las intelectuales pláticas, las botellas de vino. Entre una cosa y otra, no quedaba nada en la cocina, ni rastros de un bocado, y mire que rellenábamos entre 35 y 40 chiles para una cena de 15 tragones.
Este es un buen recuerdo, mi estimado lector, y usted, ¿cuál platillo prefiere en el mes patrio? Le recomiendo que no deje pasar la oportunidad de comer unos chiles en nogada y le deseo que estén mágicos como los de mi madre. Se despide su siempre agradecida tapatía anorteñada.