20 de diciembre de 2019, a 12 horas de partir.
Buenos Aires es como el siguiente fragmento, por supuesto proporcionado por nuestro estimadísimo Julio, extraído del capítulo 36 de “Rayuela”:
“(…) La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n’oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato. Que era lo que sabía Heráclito, metido en la mierda, y a lo mejor Emmanuèle sacándose los mocos a manotones en el tiempo de las cerezas, o los dos pederastas que no se sabía cómo estaban sentados en el camión celular (pero sí, la puerta se había abierto y cerrado, entre chillidos y risitas y un toque de silbato) y que riéndose como locos miraban a Emmanuèle en el suelo y a Oliveira que hubiera querido fumar pero estaba sin tabaco y sin fósforos aunque no se acordaba de que el policía le hubiera registrado los bolsillos, et tous nos amours, et tous nos amours. Una piedrita y la punta de un zapato, eso que la Maga había sabido tan bien y él mucho menos bien, y el Club más o menos bien y que desde la infancia en Burzaco o en los suburbios de Montevideo mostraba la recta vía al Cielo, sin necesidad de vedanta o de zen o de escatologías surtidas, sí, llegar al Cielo a patadas, llegar con la piedrita (¿cargar con su cruz? Poco manejable ese artefacto) y en la última patada proyectar la piedrita contra l’azur l’azur l’azur l’azur, plaf vidrio roto, a la cama sin postre, niño malo, y qué importaba si detrás del vidrio roto estaba el kibbutz, si el Cielo era nada más que un nombre infantil de su kibbutz.
-Por todo eso -dijo Horacio- cantemos y fumemos. Emmanuèle, arriba, vieja llorona.
-Et tous nos amours -bramó Emmanuèle.”
Buenos Aires es como esta rayuela menconada: tiras la piedrita y la recoges para volver a empezar, incluso si es que ya tocaste la última casilla. Un juego extraño que, explicado textualmente, no se entiende bien, pero hay que aprender a jugarlo para tratar de acoplarse. Hoy que escribo estas últimas líneas desde la calle Chacabuco en San Telmo, a dos cuadras de Belgrano y a seis de Puerto Madero, hago un contraste con mi primer día, cuando todo era nuevo y feo y que, afortunadamente, lo sigue siendo. Me despido de este sitio con un sentimiento de amor y odio saludable, sin ganas de volver pronto pero con la esperanza de que algún día lejano nos veamos por casualidad nuevamente. De todas formas, me llevo mi mate, el amanecer rosa sobre la Casa Rosada, los viejos bailando en la calle, las garrapiñadas calientitas y el olor a árbol morado y pis de perro de las “cashecitas” de este lugar.