Creo que ya le había dado la ficha del siguiente libro en textos anteriores, pero no está de más repasarla de nuevo. Es el libro “Las primeras cocinas de América” de Sophie D. Coe, libro para Fondo de Cultura Económica. El libro es una buena investigación sobre las cocinas nativas de esta parte del mundo antes de la llegada de los españoles, ingleses y portugueses.
Muestra el desarrollo histórico de las cocinas autóctonas las cuales florecieron en tres importantes culturas: inca, azteca y maya. Con la llegada de los europeos, nuestro continente se convirtió en un crisol de razas (ahora se dice que no, ya no hay razas y nunca han existido), un amasijo de culturas y la amalgama de alimentos y cocinas. Todo esto desembocó en una nueva “cultura”, una nueva “raza”, es decir, lo que hoy somos nosotros. Así de sencillo. Una cuarta raza o cultura, por decirlo así. Y nosotros poco o nada tenemos ya que ver con los incas, con los mayas y los aztecas. Tampoco tenemos mucho qué ver con los ibéricos o lusitanos. Somos nosotros, somos americanos y mexicanos, así en general. Pero claro, siempre hay que abrevar de nuestro pasado para saber de dónde venimos y nosotros planear un raro futuro al cual hipotéticamente marchamos, aunque el futuro no existe. Y hurgar en nuestro pasado siempre es doloroso y agradable a la vez. No hay contradicción en ello. No hay contradicción en esto.
Agradable, porque nos informamos de todo aquello valeroso que nos ha rodeado y de lo cual somos herederos y guardianes.
Doloroso por lo siguiente. Leyendo el libro arriba nombrado, la autora hace un relato pormenorizado (basado en los cronistas que dejaron testimonio escrito de ello) de la captura del gran Atahualpa, no Rey, sino dios para los incas del Perú y toda esa región. El gran Atahualpa fue capturado por las huestes del sanguinario Francisco Pizarro y Pedro Pizarro. Cuenta éste último de los días del cautiverio antes de la tragedia, es decir, cuando Atahualpa estaba en prisión y convivía jugando al ajedrez con Pizarro: “Las señoras… le trajeron su comida y la colocaron frente él en cañas pequeñas de color verde, muy delgadas… las cañas que he mencionado arriba siempre se encontraban frente a él cuando deseaba comer, y también colocaban allí los platos hechos de oro, plata y arcilla. Y el que le gustaba lo señalaba con el dedo para que se lo trajeran y una de las señoras lo sostenía en sus manos mientras comía…”
Insisto, no Rey, sino el mismo dios encarnado. Aquí viene algo impresionante. Todo lo que el gran Atahualpa había vestido o tocado se guardaba en una bodega especial. Todo. Es decir, incluía las prendas que había vestido, los huesos de los animales que había comido y las mazorcas de maíz que había tenido en la mano, todo iba a parar a esta bodega. ¿Para qué? Al fin del año (digámosle así), al final de cierto tiempo que ellos medían, a esta bodega se le prendía fuego hasta ser reducido a cenizas su contenido (ropas, vestidos, tapetes, cañas, huesos de aves y animales, mazorcas, residuos de bebidas…) con el fin de que el viento se llevara las cenizas de ello y nadie, nadie pudiera tocarlas…
EL AUTOR
Escritor y periodista saltillense. Ha publicado en los principales diarios y revistas de México. Ganador de siete premios de periodismo cultural de la UAdeC en diversos géneros periodísticos.
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