Gracias por leerme y atender estas letras dominicales dedicadas a la buena tabla, donde se maridan alimentos, letras, vinos, palabras y tertulia. Usted sabe de mi frase acuñada en este generoso espacio: la vida es muy corta para desperdiciarla en mala comida, mala compañía, malos vinos y pésima música. La vida aprieta en la ventana, por lo cual hay que disfrutar hoy y aquí, en la tierra. ¿Lo duda? ¿Usted es un hombre o mujer de fe? ¿Cristiano o católico? Pues da lo mismo, es igual. Lea lo que recomienda “Eclesiastés” en sus parágrafos 9:5-9: “…anda y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón… goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida que te son dados debajo del sol… porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol…”
¿Usted o yo vamos a morir? Sin duda. A nadie le asusta lo anterior, por eso, dice la Biblia, hay que comer nuestro pan y beber nuestro vino con nuestra mujer amada antes de que se acabe el mundo (nuestra vida). Y, también por ello, le agradezco que usted lea estas páginas dominicales. No pocos comentarios recibí del texto de la semana pasada, donde leímos una mínima parte, una milimétrica parte, de la obra del mexicano José Emilio Pacheco en tono o arista gastronómica. Gracias por sus apostillas.
Y es que Pacheco pertenece a esa estirpe de escritores totales (como Michel de Montaigne, como Marcel Proust, F.S. Fitzgerald, Octavio Paz, T.S. Eliot, Cervantes…) a los cuales usted les “pregunta” algo y su vasta obra “responde”. Así de sencillo y complicado es lo anterior. Y uno de estos escritores señeros y memorables, inalcanzable en su galaxia, pero disfrutable a mares, es Alejandro Dumas (1802-1870). De su vasta obra destacan dos tabiques: “Los tres mosqueteros” y “El conde de Montecristo”.
Pero no sé si usted lo ha notado, señor lector, al acometer la lectura de su obra: es un maridaje perfecto entre literatura, gastronomía y buenos vinos. De hecho, el gran Dumas fue cocinero, genial gourmet, y dejó un espléndido “Diccionario de cocina” (Editorial Gadir, España. 225 páginas). Hay testimonios de los contemporáneos de Dumas, escritores todos, que dejaron su comentario en letra redonda sobre la buena mano de Dumas al cocinar y la genialidad de sus platillos. Lea usted a Louis Bouilhet en carta a Gustav Flaubert: “Dumas, en camisa, mete mano a la masa, hace una tortilla fantástica, dora la palurda, corta la cebolla, remueve las ollas y les da 20 francos a los pinches”.
Pero si usted lee detenidamente las dos obras de Dumas arriba citadas, va a encontrar una multitud de platos y vinos de deleite: faisanes, caballas, pescados, tocinos, cordero, liebres guisadas, capón asado… todo ello rociado con buenos vinos de las regiones de Francia y alguno que otro tinto español de buena estirpe.
Espacio siempre me falta. Continuando con Dumas, este habla en sus textos y en su diccionario de gastronomía de la sopa juliana, trufas al champagne, dulces y postres de glotonería inacabable, pudding de manzanas, sopa de gambas, potaje de cangrejo y… un platillo que quien esto escribe disfruta y deglute donde lo encuentra en la mañana: tortilla de huevos en sus múltiples variantes.
Dumas da la receta de una en especial: “Tortilla de tomates a la provenzal”. Un manjar, un bocadillo literario. ¿Ingredientes? Cuatro tomates maduros y firmes, cebolla picada, aceite, mantequilla, perejil picado con una punta de ajo y, claro, huevos a discreción. ¿Leer o comer a Dumas? Las dos cosas.