Siempre admiré la conciencia del tiempo que Pablo tenía. Aún ahora no dejo de asombrarme al constatar que la tuvo hasta el último segundo de su vida.
Cuando éramos novios, Pablo esperaba fuera de la casa los minutos necesarios para que dieran las 4:00 p.m. en punto y tocar el timbre. De igual forma, se despedía en cuanto daban las 7:00 p.m. Este fue uno de los detalles con que logró ganarse la aprobación y, después, el gran cariño de mis papás.
Mas la cualidad que siempre elogié de Pablo no era que fuera puntual de una manera rígida, como alguien obsesionado de manera nerviosa con el tiempo, rasgo que me hubiera desencantado. Sino que tenía un sentido del timing si se me permite el anglicismo relajado que va más allá del tiempo cronológico y tiene que ver con una percepción temporal casi intuitiva, natural, acompañada de orden y ritmo en relación con su entorno.
Lo que llamaba la atención es que Pablo nunca tenía prisa, nunca manifestaba estar pendiente del reloj, como tampoco apuraba a las personas con sus excepciones ni las cosas. Atento al tiempo, llegaba a todas sus citas siempre a la hora acordada. Sabía que eso me impresionaba sobremanera, razón por la cual hacía alarde de ello y me mostraba su reloj de muñeca con la hora exacta. Cuánto le admiré la elegancia de honrar el tiempo, que no es más que sentir respeto por uno mismo y por los demás.
Ese don del timing le proporcionaba también la sensibilidad para saber cuándo retirarse de un lugar, cuándo hablar o levantar la voz o cuándo permanecer callado y escuchar.
Se podría pensar que lo acontecido al momento de su partida era su intención, se trató de una coincidencia, una sincronicidad o se debió a la “elegancia de la Providencia”, como me dijo un querido sacerdote. Quizá todo lo anterior, aunado a ese don del timing.
Si tomamos en cuenta que la palabra “coincidencia” refiere a la conspiración de eventualidades improbables que se sincronizan en el tiempo y el espacio, creo ver la razón por la cual el día que tuve que separarme de Pablo, en el cuarto del hospital, para volar a Miami, Florida a recibir su Lifetime Achievement Award, programado desde el mes de enero, nos despedimos como quienes saben que al día siguiente se volverán a ver. Sin embargo, cuando regresé, Pablo ya estaba en terapia intensiva sedado. Me quedé con ese vacío.
Ahora comprendo que el dolor de habernos despedido, con la conciencia de que sería para siempre, hubiera sido imposible de soportar para los dos. ¿Lo planeó?
Ocho días después, a las 2:00 a.m., cuando ya no había esperanza alguna de recuperación y todos, incluidos sus hijos y nietos, habíamos tenido un rato a solas con él, nos reunimos entorno suyo. Mientras lo desconectaban de aquello que le alargaba la vida, me recosté a su lado, le agradecimos el privilegio de su existencia y le pusimos la música que le gustaba.
A las 5:32 a.m., exactamente en el momento en que Pablo exhaló por última vez, el cuarto se iluminó de manera repentina. Por segundos, desconcertados, nos preguntamos de dónde provenía esa luz. Nos dimos cuenta de que se trataba de los primeros rayos del amanecer que entraban por la ventana. La coincidencia era precisa.
¿Casualidad? O quizá Pablo, una vez más, hizo alarde de su don del timing al saber cuánto me deslumbraba. Ahora estoy segura de que así fue.