La obra del santo patrono de Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez, es inagotable. Ofrece aristas insospechadas, acalambra a cualquiera, sus resonancias son infinitas y, como si fuese la mismísima Biblia –de hecho su obra es considerada así, “Cien años de soledad” es llamada la Biblia latinoamericana–, ofrece respuestas a cualquier pregunta que uno le formule. No exagero, atentos lectores comparten esto. Así me lo han comentado reiteradamente.
Usted lo sabe, hay una vocación casi adánica por ir nombrando las cosas, las plantas, los alimentos y los animales. Gabriel García Márquez deletrea un mundo casi primigenio, deambula azorado entre mercados, comidas pantagruélicas y ofrece su propia cocina, su visión al momento de sentarse, lo mismo él o sus personajes, a la mesa.
Si el matusalénico y vetusto Dictador de “El otoño del Patriarca” mandó hornear y luego servir en un opulento banquete para caníbales a su amigo de armas, el general Rodrigo de Aguilar, como una forma de enseñar el poder omnímodo con el cual tenía en un puño a su país tropical e insular, el Gabo sabía de un aforismo y verdadera práctica de vida que debe de ser invariable: el buen café se bebe… sin azúcar. Menos con otros edulcorantes o sustitutos. En tiempos de pandemia, hoy esto es vital, para no ofrecerle más debilidad al bicho chino.
Lo anterior se repite con sorda monotonía en la misma obra ya deletreada: “El otoño del Patriarca” y en “Doce cuentos peregrinos”; pero, sobre todo, en su novela de proporciones centáureas, en “Cien años de soledad.” Aleatoriamente, esta es una cita textual: “A cualquier hora que entrara en el cuarto, Santa Sofía de la Piedad lo encontraba absorto en la lectura. Le llevaba al amanecer un tazón de café sin azúcar, y al mediodía un tazón de arroz con tajadas de plátano fritos, que era lo único que se comía en la casa después de la muerte de Aureliano Segundo”.
Cuentan los biógrafos de García Márquez, Dasso Saldívar y Gerald Martin, de aquellos años ríspidos, días como lija, cuando el Gabo vivía de prestado y de milagro en una buhardilla en el Barrio Latino en París, Francia (1956). Se entregaba entonces a la redacción de una obra fundamental: “El coronel no tiene quién le escriba”. París se mudaba del verano derretido sobre los tejados al duro invierno francés. Gracia Márquez aporreaba su máquina de escribir sin pausa hasta la madrugada.
Al mediodía y junto con otros compatriotas latinos, al descubrir que el carnicero del barrio regalaba, no una chuleta, sino un hueso si le compraban un bistec completo, el Gabo, no pocas veces, “pedía prestado el hueso para hacerse su caldo y lo devolvía.” No un bistec opulento y hermoso, sino un hueso, mantuvieron con vida a quien llegaría a ser el Patriarca de las letras latinoamericanas, el Premio Nobel de Literatura, Gabriel José de la Concordia García Márquez.
“Corretear la chuleta…” es la expresión entre nosotros, sinónimo de trabajo y búsqueda de dinero digno para vivir. En tiempos de pandemia y peste bíblica, perseguir la chuleta, el hueso en hervor de García Márquez, se ha vuelto cosa cotidiana.