Recuerdo la temática de la película, pero no el título. ¿Francesa, italiana, inglesa? Mi memoria no da para tanto a estas alturas de mi vida. Creo, era italiana. O mejor, francesa. En fin. Imagino que, si voy a la panacea de la humanidad llamada “Internet”, allí va a estar el dato preciso y la película toda y de gratis. No lo voy hacer, no es lo mío. Prefiero hurgar en el arcón de mi memoria, y en siguiente texto le doy la ficha respectiva de la película que me impresionó en su momento. Confieso: nunca la compré. Y nunca la compré por un sencillo motivo: nunca la vi en el mercado disponible.
La temática es la siguiente: cinco estampas de ciudadanos, cinco sentidos, con la pérdida de alguno de ellos por los protagonistas. Es decir, cada uno de ellos pierde un sentido: olfato, oído, gusto, tacto, visión. Película buena, impactante y de esas que se quedan en nuestro imaginario por siempre. Una exploración por cada uno de los sentidos del ser humano, una exploración y valoración por cada sentido, cuya pérdida es un quebranto irreparable. De perder usted uno, señor lector, de avisarle su médico de cabecera de la obligación y elección de la pérdida de un sentido humano, ¿por cuál se decantaría usted, cuál sería el eliminado?
Esta pregunta no pocas veces se ha hecho en estudios científicos. Un abrumador porcentaje de encuestados se decantan por perder y dejar en el olvido… el olfato. ¿Es intrascendente oler, es de poca importancia, no sirve realmente para poco o para nada? Caray, gran pregunta y gran respuesta de parte suya. En esta saga de textos vamos, usted y yo, a explorar un sentido poco valorado: el olfato. Y consta lo siguiente: recuerdo que en dicha película, de la que le platiqué someramente, uno de los capítulos o estampas que me caló hondo aquella vez fue el del oído. Es decir, un hombre maduro fue perdiendo paulatinamente el sentido del oído, el escuchar.
Cuando fue diagnosticado mortalmente de ello, con el poco oído que le quedaba aún para escuchar sonidos y susurros, compró una libreta y fue haciendo una agenda, una recopilación, un detalle de sus sonidos favoritos. ¿Cómo guardaría usted en su memoria el sonido y estruendo de un poderoso tren, de una locomotora? ¿Cómo deletrearía usted en su libreta las palabras precisas para “guardar” el sonido de la lluvia al caer en su huerto? ¿Comparar el sonido del hervor de una salsa en el fogón, con el crepitar visual de una fogata, pero sin sonido alguno? Caray, no poca cosa en los vericuetos que vamos a abordar y desmenuzar en estos textos.
¿A quien se le ocurrió desprestigiar tanto el olfato para dejarlo de lado y clasificarlo como “primitivo”, emparentado con las “bajezas” humanas? Pues ni más ni menos que el sabio por antonomasia de la antigüedad: Aristóteles. Para el estagirita, la visión y el oído son sentidos divinos y conducen a Dios: los productos son la belleza y la música. No así los sentidos bajos o primitivos: el gusto (gula) y el tacto (lujuria).
¿Y el olfato? Pues dijo: era el más bajo de los sentidos. Mala copa el sabio, pues. Lea esto:
“Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
-Pareces todo de oro –dijo– pero hueles a flores.
-Debe ser a naranjas –dijo Ulises.”
Sí, frases perfectas del mago de Aracataca, Colombia: Gabriel García Márquez. Vamos iniciando.