El siguiente fragmento es de un texto donde se puede oler, literalmente, al protagonista. Es de la pluma del mago de Aracataca, Colombia, Gabriel García Márquez:
“Eréndira le descubrió el pecho, le dio besitos huérfanos, lo olfateó.
–Pareces todo de oro –dijo–, pero hueles a flores.
–Debe ser a naranjas –dijo Ulises”.
¿Cuándo se nos olvidó oler? Con el paso del tiempo, se nos ha olvidado oler y esto es fundamental para deletrear y paladear los restantes sentidos.
Debería de ser columna vertebral olisquear cualquier plato llegado a nuestra mesa. Pero no pocas veces se nos juzga por hacerlo. “Es de mala educación”, les espetan a los niños cuando hacen lo anterior. Lo he escuchado varias veces en mesas contiguas cuando estoy en un restaurante.
¿Cuál es un olor que le marca a usted y le trae recuerdos a su memoria? Sean estos buenos o malos. De hecho, muchos de nuestros recuerdos se desatan cuando llega un café a nuestra mesa, un panecillo recién horneado, un pastel de chocolate, de vainilla, y su olor inconfundible. Pues sí, es exactamente el inicio de un texto memorable de Marcel Proust y su famosa “Magdalena”.
El siguiente es apenas un mínimo fragmento de Gabriel García Márquez en su cuento perfecto: “La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada”. Y usted lo sabe: la literatura del gran Gabo se huele, se paladea; la exuberancia del trópico y los días de lluvia y de sol son el entramado perfecto de sus textos. “(Eréndira) Soportó con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el sueño de caliche, la peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de la epístola de Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil…”
Sin duda: hay olores gratos y otros, de plano, desagradables. Pero no siempre es regla. Mejor escrito: nunca es regla universal. Tengo un hermano, de mis hermanos mayores, Luis, que cuando llega a saludar a mi residencia debo inmediatamente retirar uno de mis floreros de cuello alto por un motivo: este florero siempre tiene nardos frescos. Me gusta, adoro el olor de los nardos. Pero… mi hermano se vomita, literalmente, cuando percibe este olor. A mi hermano le da repulsa por algún recuerdo ingrato e infausto que tiene tatuado en su memoria. El olor se lo desencadena. Para mí, el olor es cercano al cielo.
Hay un olor que es uno de mis favoritos en la cocina: ajo. Ajo tostado. También tomates fritos con cualquier hierba de olor. A Jehová le gusta el olor de la carne asada. Nadie lo duda. Con esto llamado proceso civilizatorio, se nos olvidó olisquear todo lo olisqueable en el universo: libros, perfumes, hierbas, humanos, plantas, animales, a la pareja, a los hijos, los muebles de madera, el periódico… ni se diga una buena, olorosa y muy norteña carne asada. Lea usted Génesis 8:20-21: “Y edificó Noé un altar a Jehová y tomó de todo animal limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocausto en el altar. Y percibió Jehová olor grato…”
¡Caray! Ese Noé era un buen parrillero. Hasta a Jehová le gustó ese aroma “grato.” Avanzamos: ¿cuáles son los componentes del aroma de un humano, cuál es el olor de un humano? ¿Y Dios? ¿Cuál es el aroma de Dios? Lo veremos de la mano del austriaco (no alemán, me acotó un atento lector en el texto pasado) Patrick Suskind. Dos preguntas que el fino narrador responde en “El perfume”. Esto se pone bueno y huele mejor.