En mi familia nunca fuimos de rancho, ni de caballos. De niños, los únicos caballos que montamos –y solo de vez en cuando– fueron los de Chapultepec; de igual manera sucedió en la familia de Pablo, mi esposo. Sin embargo, alguna vez cuando era niño montó en el rancho de un amigo, lo que hizo que se enamorara de estos animales. Y un día de Reyes Magos, Pablo les pidió a uno el caballo, al otro la comida y, al tercero, la casita para que durmiera.
La decepción de no recibir los regalos fue total. Y Pablo enterró ese deseo de la infancia durante muchos años. A sus 55, nos hicimos de un viejo rancho con caballerizas que permanecieron vacías durante algunos años. Hasta que un día, Toño, nuestro yerno, le regaló un caballo que ya no le era útil a su hermano rejoneador. Se llamaba “Morucho”, una mezcla de chita, por su velocidad, con osito de peluche, por su docilidad. En el momento en que Pablo lo montó, la vida le cambió. Se volvieron uno.
Cuando, por primera vez y por invitación de un grupo de amantes del caballo, salió con Morucho a una cabalgata de tres días, Pablo regresó con una sonrisa y un halo de felicidad que nunca le había visto. Hablaba y hablaba de su experiencia, con la emoción de un niño. Al ver la pasión naciente por salir al campo los fines de semana, montado en su caballo –nada lo relajaba más–, comencé a vislumbrar mi futuro en soledad.
A los 50 años me metí a clases de equitación durante seis meses, para aprender a montar y poder acompañarlo. En la segunda lección me caí y aprendí que una regla de este deporte es sobarte el golpe y treparte de nuevo. Durante 19 años disfrutamos juntos de esta actividad.
“¿Vienes a la cabalgata del sábado?”, me acaba de preguntar Eta, mi amiga. Es la cabalgata que cada año se organiza con motivo de la Navidad. Desayunamos en un rancho en el Estado de México y, después de cuatro o cinco horas, llegamos a comer a otro rancho.
En ese momento me di cuenta de que la única razón por la que montaba era para recibir la mirada de Pablo. Ante ella, crecía. En las cabalgatas, junto con otros 50 o 100 caballos, me sentía protegida, envalentonada. Sabía que le gustaba verme galopar independiente y en compañía de las otras mujeres, llevando la delantera. Él atrás, a paso firme, iba tranquilo, seguro y siempre pendiente de mí, lo que me daba una seguridad total. En una ocasión en la que me caí, la caravana se detuvo. “¡Caído!”, se fue corriendo la voz, para que los de atrás redujeran la velocidad. Me encontraba a unos 800 metros de distancia de él. “De inmediato supe que eras tú”, me dijo cuando estuvo a mi lado. Al verlo, me relajé y exhalé.
La llamada de Eta me hizo darme cuenta de que, en realidad, nunca monté por gusto propio. Así que, en todo caso, en esta ocasión lo haré como un ritual, en el que echaré de menos la mirada en mi espalda que me vigila como un ángel. Segura de que Pablo habita en mí, iré a la cabalgata y conviviré con los jinetes que durante años lo acompañaron. Disfrutaré del campo, sus aromas, sus vistas y las pláticas interrumpidas por tramos. Imaginaré la mirada de Pablo que, a sus 74 años, se ha vuelto un niño. Ahora mismo, él cierra los ojos porque acaba de pedirle a los Reyes Magos la comida, la casa y el caballo. Iré para hacer un homenaje a tantos recorridos a caballo que juntos disfrutamos. A través de mi mirada, él disfrutará por igual.
¿Será la última cabalgata que realice? El caballo me permitirá descifrarlo…