Así como en los deportes, en la vida hay también un medio tiempo que nos hace preguntarnos: “¿Qué sigue?” Es una etapa en la que encaramos una transición, ya sea personal o profesional. Por lo general, sucede cuando estamos por arriba de los sesenta años y ya nos retiramos o estamos a punto de hacerlo. Se trata de una pausa para reflexionar sobre aquello que hemos hecho y logrado, que nos permita encontrar un sentido más profundo de la existencia y un mayor significado a los años por venir.
La experiencia acumulada y las ganas de impactar el mundo traen consigo un deseo de trascender y usar el aprendizaje, por medio de la inteligencia y el corazón, para gozar la vida de manera plena, tanto en lo emocional como en lo espiritual. Rosa Montero, la escritora española, cuenta en su libro “La ridícula idea de no volver a verte”, que en las biografías de las personas solemos leer que la infancia, juventud y vida adulta de algún personaje ocupa montones y montones de páginas; sin embargo, la vida como adulto mayor resulta una planicie en la que no sucede nada y se despacha en algunos párrafos. Pero no tiene que ser necesariamente así y de ello hay varios ejemplos.
Nos encontramos en la Clínica Mayo debido a un tratamiento nuevo que le darán a mi esposo. Al llegar al área de hematología, me llamó la atención la empatía y amabilidad. “Pasen por favor”, nos dijo un enfermero de pelo blanco, anteojos y andar lento, que tiene un ligero temblorín en la extremidad izquierda –calculo que tendrá alrededor de 70 años. Si bien el trato de las enfermeras ha sido en general tan gentil como el de las enfermeras en nuestro país, este enfermero añoso tiene algo más. Había estado en la guerra de Irak y se notaba que, además, había luchado batallas propias que le daban una sabiduría particular. Me pareció encomiable su actitud de servicio y entrega, además de ser una inspiración y ejemplo para sus conocidos. Ignoro si su trabajo es de voluntario o un empleo remunerado, lo que sí sé es que lo hace feliz. Se le nota en la energía que emana.
Minna Keal fue una idealista que se convirtió en una de las más notables compositoras contemporáneas europeas. “Mi música tiene que sacar de sí mismos a los escuchas para llevarlos a un plano mayor de la existencia”, afirmaba. Lo notable es que escribió la mayoría de su obra después de los 65 años, una edad en la que las personas suelen pensar en retirarse. Nació en Londres en 1909, hija de emigrantes rusos. Desde joven su pasión era la música y empezó a estudiar en la Real Academia, pero su padre murió y tuvo que abandonar la carrera a los 19 años para trabajar. Puso su vida en pausa nada menos que 46 años. La mayor parte de ellos trabajó como secretaria en diversos y aburridos empleos administrativos. A los 60 años se jubiló y decidió regresar a clases de música y composición.
Me parece increíble que, tras haber sido una joven penosa, a la que le aterraba comer en el comedor de la academia, a los 80 años se encontraba en el escenario del Royal Albert Hall dando su primer concierto. Fue un clamoroso éxito. “Pensaba que el final de mi vida llegaba solía decir pero ahora siento que apenas comienza. Como si estuviera viviendo mi vida al revés”.
Una labor que nos dé un sentido de vida y despierte nuestra pasión hará más por nuestro bienestar que cualquier insatisfactorio trabajo pagado. Llegar a cumplir nuestra misión, cualquiera que esta sea, debe ser uno de los privilegios más grandes a los que podemos aspirar.