LAS ABUELAS | Saltillo360

LAS ABUELAS

MARÍA ARQUIETA

Estaba Carmen sentada justo a la izquierda de la puerta. Era la entrada de su casa, siempre en la misma silla tejida, reblandecida por el uso.

Tengo pocos recuerdos de ella, pero ese es el más vivo, quizá por lo recurrente del suceso. Yo, de la mano de mi madre. Mi estatura era diminuta, si acaso alcanzaba la cintura de Carmen y, a lo que sé, no era una mujer corpulenta como parecían Rosa, Manuela o María. Grandes ojos negros hacían juego con la blanca y amable sonrisa, las arrugas de una piel morena, sana y bien tratada daban la apariencia de una mujer vieja pero fuerte, muy vieja desde mis ojos infantiles. Su condición de pasa me causaba intriga. Era muy joven para hacer preguntas valiosas, mucho menos profundas; hacía uso de mi instinto curioso y tocaba con las yemas de mis pequeños dedos la viva imagen de las brujas de mis cuentos. Ella sonreía y me miraba muy intensamente, repitiendo la misma acción sobre mis abultados y rojizos cachetes. A mi madre se le ponían vidriosos los ojos, en aquel entonces no entendía por qué. 

Por otro lado, a unas cuantas cuadras y después de visitar a Carmen, mi bruja-pasa favorita, estaba la casa de otras cuatro viejas con pinta de brujas también: Rosa, Manuela, María y Mariquita. Yo, aferrada a la falda de mi madre, sentadas en el sillón más incómodo que conocía. Las gotas de sudor me escurrían por la corva desde las rodillas hasta empapar las calcetas caladas, que apretaban mis abullonadas y acaloradas pantorrillas. Sudaba quizá por culpa del plástico que cubría el mueble o por los nervios de tener cerca a Rosa. Era una mujer muy grande y de voz ronca, el cabello blanco y siempre vestida de negro. Lo que causaba una gran temor a mi frágil alma infantil eran los ojos blancos, blancos donde debía estar lo negro. Nunca me miró fijamente como Carmen. Parecía lejana, como si sus ojos solo miraran hacia adentro y no hacia fuera como yo lo hacía.

Entonces, Manuela me invitaba a salir a la huerta, seduciendo mi olfato con un par de guayabas que me entregaba en la mano, sugiriéndome que podía cortar todas las que estuvieran a mi alcance. Yo corría sin pensarlo. Ya en el patio, me recibía el aire fresco que al parecer se negaba entrar a esa casa de olores viejos y mujeres viejas. Las calcetas y el vestido parecían ahora una buena idea, giraba avanzando y mirando divertida las ondas del vestido volar. 

Ya cansada y algo somnolienta, me sentaban en la mesa para engullir un birote con crema espolvoreado de azúcar, que Mariquita me ofrecía, otra mujer vieja muy parecida a la madrasta de Blanca Nieves, la diferencia era su trato amable. Mientras, María, al otro lado de la mesa, muy sonriente y de piel tersa como la de las muñecas que tienen  bucles, me llenaba de halagos y palabras dulces. Manuela me veía de reojo, como buscando reconocer todo aquello que María veía en mí.   

Hoy comprendo que algún día, si tengo suerte, todas ellas estarán sentadas a mi lado, mientras acaricio los rellenos y chapeteados cachetes de mi hermosa nieta, orgullosa de mi linaje y de ser mujer.

Y para no dejarlo con la duda, mi querido lector, Carmen era mi abuela materna; Rosa, mi bisabuela paterna; Manuela fue mi abuela paterna; María era mi tía abuela paterna y  Mariquita era amiga de mi bisabuela.       

Festeje con gusto a sus viejos, que ya fue el Día del Abuelo. Se despide su siempre agradecida tapatía anorteñada.

María Arquieta

Tapatía viviendo la experiencia norteña, diseñadora de modas de profesión, amante de las expresiones humanas artísticas, coach ontológico, formándome para ver amor, donde los demás no lo creen posible.