Todos los días cruzamos puertas, ¿hay algo más cotidiano que esto? Tal vez no; sin embargo, hay de puertas a puertas. A lo largo de nuestra vida, de vez en vez, se nos presentan umbrales que, al cruzarlos, ocurre un cambio radical en nuestro camino. Un portón, en específico, que aparece a cualquier edad, en especial tras haber experimentado un giro de conciencia o bien una conversión radical de rumbo, y nos detona la pregunta: “¿Qué quiero hacer con mi vida?”
La interrogante llega acompañada por la misma sensación que causa estar frente a la jaula de un animal salvaje: fascinación y miedo, que nos ponen en alerta.
Me encuentro con un grupo de 20 personas adultas de todas las edades, en un retiro de cinco días. Lo que nos reúne y hermana es que todas estamos frente a un portón, ante el que debemos decidir qué es la vida ahora para nosotros, tras una serie de transiciones y cambios. Pero la elección de hoy es distinta.
Como parte de las actividades del programa, se encuentra la visita a un sitio sagrado con siglos de antigüedad. Un lugar en el que reina un silencio absoluto, que desde el primer momento nos envolvió con su energía y nos hizo sentir como si nos recostáramos sobre un sillón mullido que alivia el cuerpo cansado y nos permite exhalar. Este confort no era solo para el cuerpo, sino también para el alma.
La experiencia me hizo pensar cuán poderosa y misteriosa es la energía sagrada que se puede encontrar en un templo, un bosque, una cueva y que, sin verla, provoca cambios en nuestro sentir y estar. Es semejante a la relación sagrada entre las personas, cuando nada es más importante y no se necesitan palabras, basta con sentir la gratitud de la existencia de la otra persona.
El silencio que solemos guardar en un lugar sagrado, más el tiempo que nos permitimos estar ahí, sentados a la escucha de nuestra propia voz, siempre nos llevan a zonas profundas de nuestro ser, lugares del alma que en lo cotidiano solemos evitar. “¿Qué quiero hacer con mi vida?”, de nuevo la pregunta asoma sigilosa.
Esa mañana, gracias a la paz del lugar, me percaté con el asombro de quien descubre una nueva fórmula que la respuesta que buscaba ante esa duda existencial oscila entre la ansiedad que produce lo desconocido y la confianza en que siempre todo lo que nos sucede, de algún modo, se acomoda; todo sale bien, todo fluye y fluirá en nuestras vidas.
Sí, la respuesta es el lugar interior desde el cual se formula la pregunta.
Las puertas cerradas siempre serán una interrogante, el rumbo que resulte después de abrirlas dependerá solo de quien las cruce, de la mentalidad con que lo haga y de la actitud que tome. Es igual a mirarse en un espejo: si sonrío, el cristal reflejará una sonrisa; si miro mi imagen con desconfianza, eso recibiré. Así de sencillo. Lo que obtengamos no depende de levantar la mirada al cielo y rogar por una cosa material, la realización de un proyecto o un Dios que nos lo proporcione.
Cuando en nuestra vida estamos ante uno de estos portones simbólicos, es posible que una parte de nosotros entre en pánico, como si la puerta de la jaula que contiene a la fiera salvaje estuviera abierta. Entonces, lo que procede es soltar, confiar en el bien de la vida, dejarse ir con una sonrisa serena en la cara y tener la certeza absoluta de que todo va a estar bien. De cambiar la narrativa en la mente: de la escasez a la abundancia, del temor a la gratitud. Esa certeza solo se adquiere con la conexión interior, con el silencio de la mente en el que el alma, desde su perfección y completud, habla. ¿La escuchas?