En el otoño de mi vida, lo quiero saber todo y leerlo todo. Parezco adolescente leyendo y viendo lo que se me ha escapado por siempre en mi desordenada formación como lector. Hace tiempo, y en un viaje relámpago a la Ciudad de México (ya no hay lana para estancias dilatadas), fui a una de las ya pocas, pero bien dotadas, librerías. Años sin ir por la maldita pandemia. Fue por el rumbo de la avenida Álvaro Obregón. Había bajado en el metro Insurgentes y enderecé mis pasos por entre la colonia Roma para ir a la iglesia donde están los restos del padre Pro.
Iglesia querida por mí, porque a este templo venía a decir sus preces el poeta Ramón López Velarde. Rumbo también frecuentado por Octavio Paz y Jorge Cuesta, figuras tutelares en mi alfabeto literario. Ya luego caminé por calles arboladas con casonas en ruinas. Desemboqué en la citada avenida y me metí en dos o tres librerías sobrevivientes de la pandemia.
Como siempre, el dinero aprieta en el bolsillo. Apilé en una dotada librería lo mismo libros antiguos que modernos solo para ir descartando uno tras otro, debido a mis magras finanzas. Me quedé con un puñado de obras y pagué. Uno: “Historia de la cocina faraónica. La alimentación en el antiguo Egipto”, de Pierre Tallet. Dos: “La vida cotidiana en el antiguo Egipto. El día a día del faraón y sus súbditos a orillas del Nilo”, de la autoría de José Miguel Parra. Ambos editados en España.
Tres mil años (o más, la noche de los tiempos es eso, oscura y sin fecha certera) antes de Cristo, los egipcios ya conocían, bebían y comían la miel y libaban generosas jarras de cerveza. Los historiadores hablan de al menos una veintena de variedades de la tonificante cerveza. Era su alimento. Formaba parte de su dieta. Poco tiene que ver esa primigenia cerveza con la actual, que usted y yo disfrutamos acompañada de varias botanas en la taberna más cercana.
Había una de ellas, llamada “henequet”, la cual era sencilla y con poco contenido de alcohol; era la más común y la comían/bebían también los niños. Descubrimientos, digamos, recientes, en una capital del Alto Egipto, Hieracómpolis, dan cuenta de dos centros de producción masiva (industrial, para nuestros términos de hoy). Se ha calculado la producción y esto arroja: se podía alimentar (ojo, siempre se dice alimentar, la cerveza era su alimentación), en un centro de esa capital, a 227 personas con su buena ración de cerveza. En el otro centro, a otras 605. Y es que esta cerveza se utilizaba como alimento y pago a los trabajadores del faraón en turno (José Miguel Parra, dixit).
El docto autor nos llama la atención de que ya en esa época había unos centros de recreación (centros de vicio y lenocinio, pues) llamados precisamente “casas de cerveza”. A los escritores de aquellos tiempos (escribas, entonces), ya se les criticaba (como hoy) por dejarse seducir y abandonarse a los placeres del binomio de locura terrenal: alcohol y musas. “Me han informado de lo siguiente: que has abandonado los libros y te has entregado a los placeres, que andas de calle en calle y apestas a cerveza cada vez que pasas”, Papiro Anastasi IV.
Caray, igual que hoy y en nuestra vida cotidiana como escritores: alcohol más musas. ¡La pura vida! ¿No hay champagne? ¡Una caguama, por favor, y bien muerta!