El incendio en Notre Dame
Justo en el corazón de París, sobre la isla de la ciudad, se encuentra uno de los íconos de la capital francesa: la Catedral de Notre Dame. Con los campanarios, gárgolas, historias y novelas que rodean este espacio, Nuestra Señora de París es una visita obligada en cualquier viaje a Francia. El día de ayer, vi que el edificio ardía y la aguja y el techo sucumbieron entre las llamas. Jamás creí testifiqué que hasta lo inmortal termina.
Sin duda es una situación lamentable ver como un edificio que fue sede de eventos históricos —como la coronación de Napoleón— o que, en la actualidad, figura en las fotografías de quienes realizan un recorrido turístico, está, parcialmente, convertida en cenizas. Creo que nunca tenemos nada garantizado, ni aunque el tiempo avale la permanencia de ciertas cosas, al final, todo termina, y puede concluir de un momento a otro, de manera inesperada.
Los finales que suceden así, por sorpresa, nos dejan con un gran vacío. Quizá por eso los parisinos se reunieron alrededor de la Catedral a expresar su dolor.
Contemplar la caída de Notre Dame me hace pensar en lo importante del presente, de estar arrojados para vivir al máximo cada momento, no quedarnos con rencores, no quedarnos con ganas de hacer las cosas, no guardar resentimientos ni tampoco silenciar las palabras de afecto. Si un edificio de las dimensiones de Notre Dame se vino abajo de un momento a otro, igual aquello que sentimos eterno o que creemos garantizado, se puede terminar: un trabajo, una casa, una relación o la vida de un ser querido.
Es cierto que estos son tiempos en donde la inmediatez de la comunicación y lo fácil que es transitar de una relación a otra, o de una ciudad a otra hace que perdamos la capacidad de maravillarnos —y disfrutar—lo que hoy tenemos. Sin embargo, tragedias como la de Notre Dame sirven para hacer una pausa y unirnos para repensar aquello que consideramos valioso. Quizá venga a la mente algún viaje a París, y al siguiente segundo, las personas con quienes lo hicimos, las risas que compartimos, el asombro por la belleza de la arquitectura francesa, o hasta el cansancio de caminar y caminar sobre las aceras. Al final, todo termina, pero el sabor que nos deja, no tiene por qué ser malo.