Un ligero chiste antes de iniciar: un amigo lector, el cual me favorece con su atención, como usted lo hace hoy, me abordó en la calle y me dijo lo siguiente: “Oye, maestro Cedillo, he decidido que cuando muera, voy a ir al cielo”. “Ah, caray”, le reviré, “¿es así de sencillo elegir?” A lo cual el estimado lector me dijo: “Pues no sé, pero yo voy al cielo; el infierno ha llegado a la Tierra y no me ha gustado en lo más mínimo. Prefiero la frescura del cielo (risas)”. Buen punto del lector.
A decir de un puñado de observadores, los cuales me favorecen con su atención en esta saga de columnas dominicales sobre gastronomía y bebidas, en la apertura de este tríptico (o cuatro o cinco textos, la verdad al momento de redactar esta columna no lo sé), me puse demasiado elegante al iniciar con una buena bebida, bebida de dioses y príncipes: el champagne.
Pues sí, pero mi siguiente aforismo es invulnerable: la vida es muy corta como para gastarla en pésimos vinos, mala tertulia y compañía sosa. Así de sencillo. El champagne es y ha sido la compañía perfecta para los hedonistas, vividores y amantes de todos los tiempos; esos ‘clochards’ destinados a la ‘dolce vita’, quienes tienen un puntilloso sentido del honor y de la vida.
En una breve historia del champagne, libro estupendamente ilustrado y editado en España (“El champagne”, New Holland Publishers), se cuenta lo que usted ya sabe: “…el champagne nunca fue inventado. Pero Dom Perignon, monje y cuidador de la bodega de la abadía de Hautvillers, hace trescientos años, puede considerarse como el genio que guió su desarrollo. Él se encargó de refinar el proceso durante cuarenta y siete años”. Lo demás es historia.
Su crianza y fermentación están cimentadas en tres uvas (por ley, solo estas tres uvas se utilizan para su elaboración): Pinot Noir, Pinot Meunier y Chardonnay. Y usted, lector, viajero que es, lo sabe también: hay un hotel de alto calado turístico en la Ciudad de México, es el famoso “St. Regis”, en pleno y bello Paseo de la Reforma. Aquí, a usted lo reciben, apenas traspasa su umbral y enfila sus pasos a la recepción para registrarse, con una copa burbujeante de champagne. Sobra decirlo, al llegar a su habitación, una botella completa está perfectamente helada y lista para descorcharla. Aquí estuve hospedado justo cuando lo inauguraron en año pretérito. Aquella vez fui invitado a escribir de su apertura para mi casa editora en Monterrey, BIZNEWS.
¿Sabe para qué y por qué creó Dios todos estos placeres, este tipo de bebidas y delicias, como el champagne? Para que usted los disfrute. Mi escritor de cabecera, Francis S. Fitzgerald, lo supo desde siempre y hasta el final de sus días. Le repito sus bien medidas palabras en “El gran Gatsby”: “en sus jardines azules, los hombres y las mujeres revoloteaban como polillas entre los murmullos, el champagne y las estrellas…”
¿Hay algo qué celebrar en el calendario? Sí, la vida, y nada más placentero que hacerlo con una efervescente y dorada botella de champagne para mitigar este calor infernal. ¿No hay para champagne? Pues unas caguamas. ¿No hay ni para caguamas, para salvarnos de este dantesco calor? Haga, si acaso usted puede, lo que dice en sus versos el poeta Friedrich Holderlin: “…lo mejor el estar, como olvidado, allí / donde no quema el sol, / en la sombra del bosque…”
Buen punto, lástima que aquí ni bosques hay. Puf.