Experimentar tan brutal cambio de comprensión en una relectura fue frustrante. Dicen que nunca se vuelve a abordar un libro de la misma forma, que, dependiendo de diversos factores personales, un mismo individuo puede interpretar de distintas maneras lo plasmado por el autor. Cuestiones como la madurez del lector, su estado de ánimo y nivel de entendimiento, etapa de la vida y hasta estado civil afectan la manera de percibir una obra. Pero lo mío fue otra cosa. Primero te pongo en contexto:
En algún verano de mi infancia pasé los días y las horas revisando los lomos de los libros en la biblioteca de mi padre, y desde esa democrática condición siempre ataviada de torpeza, la ignorancia, no sabía si las letras grandes en parcos tonos indicaban la autoría o el título de ese libro; era un pequeño enigma imposible de resolver leyendo solo los lomos.
¿Juan Rulfo sería el autor o ese era el nombre del libro? ¿O fue un tal Pedro Páramo el hacedor de Juan Rulfo? ¿Quién le dio el soplo de vida a quién?
La curiosidad por desprender al personaje del autor fue suficiente para resolver el misterio con un simple vistazo a la contraportada. Pero la densidad del tema y el agreste estilo de Rulfo fueron demasiado para alguien acostumbrado a hojear las historietas de Archie y demás comics en edición colibrí, águila y avestruz, esos que conseguía con Toño “La Bola” en la calle de Victoria, pegadito al templo de San Esteban.
Más tarde, durante adolescencia y juventud supongo que me pasó de noche en los estudios dar cuenta del libro más celebrado de la literatura mexicana. Pero en algún momento de la edad adulta se llegó la hora de leerlo. Claro que tampoco entendí gran cosa.
Luego, ya un poquito más cansado y con cabello entrecano, con ayuda de internet profundicé en diversas críticas e interpretaciones a la obra, y aunque no llegué al entendimiento, por fin tuve una idea menos nebulosa de que iba todo aquello de ánimas y abandonos, de cacicazgos y muertos, de desamor y de odio. Y siendo una novela tan corta donde casi cabe la tesis de la unidad de impresión propuesta por E. Allan Poe, desde entonces me fue posible releerla en distintas ocasiones con el propósito de entender a cabalidad el significado y valor literario del texto. Por supuesto, continué sumido en las penumbras.
Al margen te platico que incluso, alguna vez lo leí durante unas vacaciones en las costas de Colima; y pues si, de regreso me desvié para llegar al mítico Comala. Y no pienses que esa visita disipó mi incomprensión: me encontré con un bellísimo pueblo mágico con acequias y riachuelos, con frondosos árboles frutales y un clima benigno y acogedor, con fachadas bien dispuestas en frescas tonalidades blancas. Nada que ver con el infiernito a donde su madre mandó a Juan Preciado.
Pero bueno, volvamos al origen, que para estar a tono viene a ser el final: pues resulta que en mi última visita a la bendita tierra que me vio nacer, tierra de mariachis y tequila, de fútbol y buen comer, tuve ese tipo de buena fortuna de levantarme temprano y encontrar las calles sin tráfico, luego llegar al mostrador y ser el primero en la fila, pasar sin contratiempos los puntos de seguridad y como consecuencia a la cadena de agraciados eventos, tener mucho tiempo disponible antes de tomar el vuelo de aproximación a mi amada tierra, tierra del sarape y de las nueces, de manzanas y conservas, de fábricas automotrices y un nutrido clúster de escritores.
Así, en el afán de alejarme del bullicio y del sirenal coro de Covalin y Lacoste, de Scappino y de Domínguez, fue que descubrí al final de la sala de espera una acogedora biblioteca con tantos libros como dedos tienes tú. Mientras a mis espaldas los murmullos de una docena de personas competían por la atención de un atribulado barista de solo dos manos, frente a mí se encontraba sin demanda un anaquel de cinco estantes semi vacíos con libros tan variopintos como gente encuentras en un aeropuerto. Y con mis ojos de niño descubrí un lomo donde leí lo mismo de los veraniegos días frente al librero de mi padre: Pedro Páramo Juan Rulfo. Así, sin puntuaciones y solo con distinta fuente de letras para diferenciar un nombre del otro.
Lo tomé sin pensarlo mucho, seguro de encontrar algo diferente en esta nueva lectura; busqué el mejor sitio en alguna de las bancas diseñadas en formas de media luna: todos los lugares estaban disponibles mientras escuchaba, lejano, el alegre tintinear de las cajas registradoras por todo el corredor de la sala de espera.
Me senté y programé una alarma en mi reloj para asegurarme de no perder el vuelo por estar absorto en la lectura; y abrí en la primera página, seguro de encontrar el envolvente inicio de la historia. Y lo que encontré fue esto: “Je suis venu á Comala parce que j´ai appris que mon pére, un certain Pedro Páramo”. Y de ahí para adelante, no entendí ni santa madre.
César Elizondo Valdez