Decía y decía bien mi maestro, el siempre recordado don Antonio Usabiaga Guevara, con su voz de trueno y su estilo gruñón: la Semana Santa y su cuaresma no eran una orden a la carta, un menú, no. Es decir, que la Semana Santa no debía reducirse a una dieta donde se prescinde de la carne y se tiene que consumir, a fuerza, pescado o mariscos. El viejo sabio tenía razón. Siempre tuvo la razón. En el fondo y en la forma, es el recogimiento, la alabanza y la reflexión en eso llamado la pasión de Jesucristo. Pero condiciones teológicas aparte, la Semana Santa es y fue un regocijo de platillos, aromas, sabores y colores que nada más en esta temporada y fiesta ceremonial podemos disfrutar.
Con el paso del tiempo, del imbatible tiempo, hemos perdido la meditación y el rezo dilatado. En el camino, hemos dejado de lado la lectura y las oraciones; ya sin brújula, caemos en la farsa de que la mejor manera de “celebrar” la Semana Santa es comer todos los días pescado y ayunar –casi en el borde de la extinción– como una especie de flagelación, la cual nos librará de nuestros pecados recurrentes. Días de guardar, sí, pero también días de tortitas de camarón, platos de lentejas, pescados preparados en variados e inigualables estilos y sazones, tortas de atún, papas lampreadas, guisos de flor de calabaza, los infaltables y muy mexicanos nopalitos y, claro, llegamos a ese postre dulce y barroco –que lo reclaman nativo en casi todo el país, pero el cual y en su origen ya existía en Roma, en España y, claro, luego aquí– llamado capirotada.
Decía Santa Teresa de Jesús que “entre pucheros anda el Señor”. Sin duda, y el mejor ejemplo es este postre tan suculento, cuya paternidad se la adjudican en todo México. Ya en la cocina de la Edad Media aparece nombrado en el “El libro de los potages y guisados” de un tal Ruperto de Nola, hacia el siglo XV. Según el sabio “Tesoro de la Lengua Castellana o Española” de Covarrubias, de 1611, proviene su nombre del “capirote” o sombrero que llevaban las gentes rústicas que de este postre se alimentaban. Y claro, hay tantas maneras de hacer la capirotada como familias mexicanas hay en este bello país. Aquí en el Norte se usa pan francés o tostado en una de sus capas; pero en el caso de Jalisco, se usa virote salado en rodajas que se ponen a cocer junto con trozos de plátano, pasas, nueces, guayaba o cacahuate, todo ello cubierto con jarabe de piloncillo y queso rallado. En Sonora, por ejemplo, se usa la biznaga en lugar de la guayaba para su preparación. Se le puede poner queso añejo o prescindir de la fruta, como en ciertos lugares del centro del país.
En ocasiones se le ponen piñones y en otras recetas se incluyen hasta almendras. Es decir, cada familia tiene su propia receta merced, con base en los ingredientes a la mano y presupuesto disponible. Y un dato que voy leyendo con un historiador: la bella, barroca y dulce capirotada fue el platillo que utilizó el malévolo de Hernán Cortés para envenenar a uno de los suyos, a su amigo y compadre Francisco de Garay… Pues sí, una dulce tentación en tiempos de abstinencia y penitencia. De Garay se fue de este mundo de manera, digamos, un tanto dulce, al menos.