Sí, el tema que ya conocen
El sábado fui al concierto de un escritor/poeta/pensador/rapero español. Se llama Ignacio, pero todos lo conocemos como Nach o Nacho. Llevaba a mis amigos, una carta y el poemario del Almanauta conmigo. No llevo ni dos años de haber descubierto que existía semejante talento, pero cuando llegó a mis oídos y a mis ojos, fue ya imposible olvidarlo.
Podría describir detalladamente cada parte del espectáculo, del contacto visual-físico-emocional que mantuvimos, de la forma, el amor y el respeto con el que todos le abríamos paso cuando bajó del escenario y caminó entre nosotros… Pero no me dan los suficientes caracteres en esta columna para desarrollarlo y no vale la pena quedarse a medias en ningún punto. Por lo tanto, quiero concentrarme solamente en unos cuántos aspectos, sobre todo en el que tanto les he hablado y que sinceramente espero que de algo haya servido tantos viernes de explicación.
Sí, en efecto estaba yo ahí, en la primera fila; pero no era yo quien observaba lo que sucedía. Eran mis ojos, mis oídos, mi piel sintiendo todo el estremecimiento y la calidez de las palabras y el sonido, pero alguien más me habitaba en ese momento. Me intentaba mover y mis músculos no conseguían lograrlo. Justo en este instante me hice consciente de que estaba siendo el medio para que alguien más (¿quién más?) viviera lo que yo estaba presenciando. Tal vez no entienda usted, querido lector, a lo que me refi ro con todo esto, y no lo culpo por ello; sin embargo, el acoger el alma de un ser que se ama para vivir ambos un momento como el que le cuento es, en definitiva, la experiencia más mística que he tenido y que podríamos tener todos si no estuviéramos tan “ocupados” inventándonos tiempos y contratiempos. “Almanauta” es el nombre de la gira y en almanautas nos convertimos, rompiendo las barreras conceptuales del espacio.
Con estos mismos ojos, veía yo a Nach moverse por todo el escenario, casi levitando. Después de los aplausos, recitó un momento de su vida muy específico: nos habló de cómo él era este chico común que jugaba baloncesto, sintiendo en su interior que faltaba algo, que había algo más debía ocupar un vacío. Fue entonces que un día, mientras corría por la cancha para encestar, sintió cómo volaba. Y eso era, señoras y señores, el indiscutible, omnipresente, revelador encuentro con la fuerza del amor. Desde ese día, no ha parado de predicarlo.
Yo, en una verídica exaltación de sentimiento, entendí perfectamente de qué estaba hablando, no sólo porque es mi tema predilecto, sino porque estaba siendo precisamente habitada por el amor. Estaba alcanzando(te) y reduciendo la ficción de los kilómetros y los segundos. Estaba siendo amor, igual que Nacho en el escenario, igual que todos los que cantaban a mi alrededor, igual que usted que se encuentra leyendo.
En mis primeras líneas dije que “ojalá de algo hayan servido tantos viernes de explicación”, pero me retracto. Ojalá que no, porque el amor no se explica. ¿Cuándo ha visto usted una asignatura o una clase titulada “La manera correcta de amar” o un manual de instrucciones y sugerencias? Nunca, y menos mal. ¿Sabe por qué? Porque el amor no se trata de ser enseñado, sino de ser vivido. No sólo lo digo yo, lo dicen todos los grandes, y dejará de ser un secreto a voces el día que entendamos que siempre ha estado ahí, esperando, paciente, para que comencemos realmente a vivir.
LA AUTORA
Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.