Para ti, que quizá (ve tú a saber) me lees por primera vez
“Siempre he sabido que las grandes sorpresas nos esperan allí donde hayamos aprendido por fin a no sorprendernos de nada”. Así define Julio Cortázar el “sentimiento de lo fantástico” en su libro “La vuelta al día en ochenta mundos”.
Yo sinceramente no lo sabía, mi queridísimo Julio; puede que ustedes, mis estimados lectores, hayan sido un poco menos ingenuos que yo y coincidan con el pensamiento del cronopio argentino, pero yo no lo veía de ese modo. Yo seguía sorprendiéndome con las mismas cosas, las mismas situaciones, los mismos comportamientos de la gente, como si fuera por vez primera que aparecían frente a mí, normalizando situaciones que no deberían de ser. Hace tiempo que no sabía poner un límite y entender que ciertas circunstancias simplemente no-deben-ser-así, y es por ello la continuidad de “sorprenderse”.
Para este punto, defino que hay dos tipos de sorpresa: la de la maravilla y la de la ingenuidad. Por un lado, maravillarse por el detalle, lo que otros quizás no ven, debería ser infinito y formar parte de cada uno; por el otro lado, sorprenderse por ingenuidad, pensando que la misma piedra no hace a uno tropezarse de igual forma, es un proceso mental que a veces no es tan sencillo de cambiar, sobre todo si uno está acostumbrado a ello y se olvida que eso es lo que lo hace seguir cayendo en lo mismo de lo que se queja. Nos hemos acostumbrado a romper el “orden”, y no hablo de un orden a seguir o un comportamiento impuesto, sino al orden en el que las cosas salen bien por el hecho de que no tendría por qué ser de otro modo.
Bueno, y ¿cómo hacer para caer en la cuenta de todo esto? Esa es la pregunta que vale más que cualquier boleto ganador. ¿Cómo alinear la tranquilidad y la felicidad en el mismo combo? Aquí tampoco voy a darles la respuesta exacta ni la solución a la problemática del mundo ni el discurso motivacional que pueden encontrar en cualquier sitio, pero creo que una sola palabra se acerca aunque sea un poco: aceptando. Ni usted ni yo merecemos pasar malos ratos, y sé lo fácil que es decirlo, por eso hay que aprender precisamente a aceptarlo.
No vale, mi gente, dar consejos que no aplicamos, que suele ser lo más común en todos los casos. Es justo y necesario (ahora sí que sí) trazar una línea que termine con lo que hemos ido acumulando durante no sé cuántos años y dejar de “sorprendernos” con lo que en el fondo sabíamos que volvería a ser como al principio. Créame, yo estaba muy en contra de Julio y su pensamiento (lo cual usted sabe bien que en mí no es común), hasta que entendí. No hace mucho dibujé por fin la línea del antes y el después. No hace mucho acepté que había estado enfocando y atrayendo lo que el instinto me gritaba que no debía ser. No hace mucho decidí dejar de sorprenderme con lo que conocía bastante bien. Entonces y sólo entonces fue que todo cambió. Ahí, justo donde asumí que también yo puedo vivir lo que tanto predico, fue que la verdadera sorpresa me encontró de improviso y sin plan previo. Están de más los detalles, pero si alguna vez usted ha confiado en todo mi montón de palabras y renglones, le aseguro que no le fallo cuando le escribo lo intensamente distinto que es saberse en sintonía con lo que se veía tan poco posible, y todo gracias a a-c-e-p-ta-r que también uno lo merece.
Al final, el sentimiento de lo fantástico no es sólo el sentimiento, sino también de quien viene acompañado.
LA AUTORA
Joven apasionada por las letras, heredo de su madre y abuela los deseos de contar historias, con apenas 19 años de edad, María Treviño ya sabe lo que quiere en la vida, escribir es la máxima expresión de su existencia.
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