Escucha cómo el cuerpo rueda en la caja de la destartalada camioneta, entrecierra los ojos y se encoge de hombros cuando calcula que va a chocar contra la orilla: ¡pum¡
El golpe seco del cuerpo sin vida asemeja a la nota de un bombo de pedal, el tambor más grande de la batería. A sus trece años y muy corta estatura, utiliza un par de almohadones sobre el asiento del vehículo para alcanzar a ver a través del parabrisas. Le parece injusto y muy, muy pesado hacer solo el trabajo de darle “cristiana sepultura”. Observa por el retrovisor la caja de la camioneta como para cerciorase que el cuerpo sigue ahí; ahí está, tal como le ayudaron a envolverlo en bolsas plásticas de basura y luego con sacos de ixtle.
Toma la siguiente curva más abierta y a menor velocidad. El bulto ya no se mueve y esto lo hace sentir mejor, menos culpable. A pesar de ser apenas un adolescente sin mucho bagaje en vida, por su mente se suceden argumentos aprendidos en un parvulario católico, con datos duros de la ciencia que escuchó alguna vez en la escuela, y con lo que él aún no sabe, pero que es filosofía propia al tener una conjetura de las cuestiones de la vida, y de la muerte. Las tres formas de pensamiento le dicen sin lugar a dudas que ahí atrás solo viaja materia, y él prefiere creer que algo entendido como alma debe estar en otro lugar, en otra dimensión, desde que llegó la muerte. Abandona el pavimento y sigue un camino de terracería que avanza hacia el norte al pie del cerro.
El clandestinaje de lo que esta a punto de hacer le dice que no son horas de andar sepultando cadáveres, pero ni de loco esperaría a la noche para realizar esa tarea. Escoge un solitario paraje y se estaciona. Saca de la camioneta pala y talache, y se dirige hasta la parte más baja de la ladera. Luego toma el talache, lo levanta con ambos brazos por encima de su cabeza y descarga toda su fuerza sobre un punto al azar sobre el suelo. Los primeros picotazos se hunden sin dificultad en la tierra árida, pero luego de unos intentos empieza a sentir como la herramienta retumba en sus manos a cada golpe: ha llegado a donde hay piedra. A cada intercambio entre talache y pala, el trabajo se hace más pesado y lento. La sensación de soledad es cada vez más emotiva y menos física.
La piedra que él conoce como almendrilla va cediendo poco a poco, pero el pozo no puede ser superficial. Una lágrima escapa de sus ojos. Han pasado más de veinte minutos de estar picando y palando piedras y tierra. El sudor le viene a los ojos y pica. Sigue incansable su trabajo, es lo que se espera de un mozo sano y fuerte como él. Ya no sabe si atribuir las esporádicas lágrimas a la impotencia o al maldito sudor. Cuando considera que el pozo tiene el tamaño adecuado, va por el cuerpo. Se da cuenta que ha dejado muy lejos el vehículo de la tumba y que es imposible acercarlo más. Por un momento piensa en hacer otro pozo junto a la camioneta, pero en el acto deshecha esa posibilidad. Abre la caja de la vieja pick up y estira el cuerpo hasta la orilla.
De inmediato entiende que no lo podrá cargar. Vuelven a aparecer lágrimas. Empuja el cuerpo para que caiga al suelo y el golpe sordo le estremece, aunque sigue pensando que es solo materia. Con muchos trabajos lo arrastra hasta el pozo. Con pocas fuerzas, sin considerar ningún sentimiento y si perder tiempo, siente alivió al arrojarlo. Al fondo, puede ver que la cabeza ha quedado mal recostada contra una pared; su primer impulso es bajar a acomodarla, pero ya no tiene ánimo para nada y así lo deja. Mecánica y torpemente se persigna, reza un atropellado Padre Nuestro al tiempo que se cuestiona por el alma y la materia. Y luego toma la pala. Con la primera palada de tierra que arroja sobre el cuerpo se le viene un torrente de lágrimas que ya no puede contener, que ya no quiere guardar, que bien sabe, tiene que soltar. Y así se despide para siempre de Lester, su adorado perro.
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