En vez de hablarles de lo mal que la he pasado este año, prefiero escribirles sobre lo difícil pero hermoso que ha sido verme caer y levantarme. Al principio, le decía a Dios: “¡Wow, me has quitado TODO!”. Pero ahora entiendo que, para crecer, necesitaba dejar atrás a mi antiguo yo y reconstruirme poco a poco, valorando la vida con una nueva perspectiva, reconociendo que no soy eterna y que mis planes no están escritos en piedra.
Es en la ausencia de todo, cuando más vulnerable estás, que cada pequeño acto y detalle se vuelven maravillosos. Y lo mejor es que sólo puedes ir subiendo: el pozo no se hace más grande, pero aparecen escaleras y cuerdas que te ayudan a salir de él.
Muchos me preguntan si, después de enterarme de que tenía cáncer, vi la vida pasar como un cortometraje o si hice una lista de deseos. Y la respuesta es NO. La vida que construí me gustaba; estaba en paz y feliz, con muchos logros y aprendizajes. Lo que sí cambió fue mi forma de vivir el presente: ya no corro y agradezco cada día, me dejo sorprender y solté el control, porque sé que nadie tiene la vida asegurada.
Mi fe no está en las manos de las personas, sino en Dios. Si Él quiere, se dará; si no, por más que lo intente, no sucederá. He visto puertas abrirse y cerrarse, y he aprendido a aceptar el momento.
Ahora disfruto más de cada instante, consciente de que el tiempo es limitado, no sólo para mí, sino para todos. Ya no desperdicio la vida como si fuera eterna; ahora escojo con quién y dónde estar, y lo que hago lo realizo con un sentido más íntegro, buscando dejar una huella positiva. Cada reto lo enfrento con fe y optimismo, tratando al cáncer como a cualquier desafío de la vida: con la esperanza de que, aunque hoy me sienta derrotada, mañana estaré mejor.
Porque, al final, sé que no voy con mis fuerzas, sino con las de Dios. Y siempre recuerdo: “Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?”.
