VIVIR, BEBER Y LEER | Saltillo360

VIVIR, BEBER Y LEER

Gracias por leerme y atender estas letras dominicales, estimado lector. El par de textos anteriores abordaron las cafeterías urbanas y la ecuación aquí planteada: el vino, un buen vino más literatura, de preferencia poesía, dan un resultado que nos hace humanos y felices, aunque sea efímeramente. Ser felices en esta vida, la cual se nos escapa a diario de las manos. El par de textos han tenido amplio eco. Gracias.

Lo repito, ¿quién no lo sabe? Los restaurantes, las cafeterías o sencillamente los llamados cafés han sido clubs políticos, centros de conspiración y espionaje; los cafés han sido refugios en la tarde lluviosa para la pareja de enamorados, resguardo de vagos y tunantes; puestos de socorro para literatos, periodistas, amas de casa, abogados en bancarrota. 

El café es el sitio ideal para despellejar al prójimo, para amarrar negocios, para intrigar, conspirar, para escribir epístolas amorosas, para enderezar críticas con buena puntería. Cuentan los historiadores que los primeros cafés se inauguraron en los burgos de Arabia, allá por los años de 1400. En 1555, ya funcionaban en Constantinopla y, poco más tarde, en Egipto y en toda el área del Mogreb. “En el café turco de Soleimán –escribe Pierre Loti– se ensancha el círculo en torno del fuego cuando llega por las noches con Samuel y con Ackmet. Doy la mano a todo el mundo y me siento para oír contar largas historias, cuyo relato dura seis y ocho horas, y donde figuran duendes y genios”.

Los poetas, esos seres extraños y atormentados de la creación, han sido los habitantes perpetuos y parroquianos habituales de restaurantes y cafeterías. Desde la ventana con transparentes cortinas de un café en Constantinopla, Gerard de Nerval ha visto atravesar la calle a seductoras mujeres, de esas que “gastan el oro en caprichos y los labios en besos”. Otro escritor angustiado, Eca de Queiroz, ha escrito: “descansamos en una plazuela. Dos palmeras y un sicomoro descuellan sobre una pared de mezquita listada de blanco y escarlata. Ahí descubrimos cafés oscuros, desiertos, misteriosos. A la puerta, sobre una especie de altas jaulas de mimbre, se sientan árabes taciturnos”.

Habituado al fracaso y a las derrotas, frecuento el restaurante, el café, para evadir el infierno. Entro a cualquier local y me apoltrono inmediatamente en sus mesas y sillas de extraña generosidad. A los pocos minutos, me adueño de las cosas y musito en silencio: las sillas de mi café son confortables y permiten medir la gravedad del silencio.

“El Talmud” reza a la letra: “el vino es el mejor de los remedios, allí donde no hay vino es donde debemos recurrir a otros medios farmacéuticos”. Pablo, ese apóstol de Tarso, con lecturas y vida envidiable, en la célebre epístola a Timoteo, escribió: “no persistas en beber agua sola, sino usa un poco de vino, por causa de tu estómago y tus frecuentes padecimientos”. Raimundo Lulio llamó al vino “agua de la vida”. Para Platón, que –según reza su epitafio– murió precisamente en el único día en que no probó el vino, “el vino es como un don de los dioses para alargar la vida”.

El celebrado y multipremiado chef Juan Ramón Cárdenas se adhirió ruidosamente a mi tesis: hay que celebrar la vida. Pero igual me mandó una reflexión puntillosa y cabal: “en un momento, la vida llena de encanto, esperanza y alegría se torna en una tormenta negra… se quiebra y fractura en un instante”. Le  creo. Por eso, señor lector, a vivir, beber y leer.

Jesus R. Cedillo

Escritor y periodista saltillense. Ha publicado en los principales diarios y revistas de México. Ganador de siete premios de periodismo cultural de la UAdeC en diversos géneros periodísticos.